ESPECTáCULOS › LOS NUEVOS FILMS DE TAKESHI KITANO Y TSAI MING-LIANG
El yin y el yang en Toronto
Los dos directores, cada uno a su manera, coincidieron en el Festival de Toronto para mostrar su homenaje al cine de artes marciales.
Por Luciano Monteagudo
Son dos de los cineastas más originales e influyentes del cine contemporáneo, pero no podrían ser más distintos. Y, sin embargo, casi como si se hubieran puesto de acuerdo, le rinden su homenaje, cada uno a su manera, al cine de artes marciales de los años ‘60, que formó parte de su educación sentimental. Se trata del malayo Tsai Ming-liang (radicado desde su juventud en la república de Taiwan) y del japonés Takeshi Kitano. Menos de una semana después de haber pasado por la Mostra de Venecia –donde el primero se llevó el premio de la crítica y el otro el León de Plata al mejor director– ya tienen sus flamantes películas aquí en el Festival de Toronto, una muestra que siempre se ha especializado en reunir lo mejor del cine asiático.
Una enorme sala de cine, oscura y misteriosa, como ya casi no existen. Ese es el único, maravilloso escenario de Goodbye, Dragon Inn, la nueva obra maestra de Tsai Ming-liang. El cineasta de Vive l’amour, El río y The Hole (que, después de haber inaugurado el Festival de Buenos Aires tres años atrás, finalmente acaba de editarse en video en la Argentina) evoca uno de esos viejos palacios de su infancia y lo convierte en un espacio feérico, habitado apenas por unos pocos personajes, que son quizás apenas siluetas, fantasmas, recuerdos de un pasado que se resiste vanamente al olvido.
En la pantalla de esa enorme sala, vibran los colores de Dragon Inn, un clásico de las artes marciales de Hong Kong, de 1967. En la inmensa platea, que alguna vez llegó a albergar a casi mil espectadores por función, ahora apenas se distinguen cuatro o cinco figuras, que bien pueden ser, por qué no, visiones, espectros. “Este cine está encantado”, dice uno de los pocos fieles –casi todos hombres– que quedan en el templo en ruinas, que sirve también para encuentros furtivos en medio de las sombras, por donde circula subrepticiamente el deseo prohibido. Ese es el refugio de los últimos, de los solitarios, de los marginados, pero de aquellos que no dejan nunca de soñar.
En una escena prodigiosa, la triste cajera –que carga con una pierna baldada como si fuera el peso muerto de su amor no correspondido por el proyectorista– no puede dejar de identificarse con la heroína de la película, de la misma manera en que Anna Karina, en Vivir su vida, de Godard, lloraba con las lágrimas de la Falconetti en La pasión de Juana de Arco. En las butacas, dos hombres, ya mayores, se miran casi sorprendidos, a la distancia. Uno de ellos, incluso, no puede ocultar su emoción. Son Shih Chun y Miao Tien, los feroces rivales de Dragon Inn, que casi cuarenta años después asisten al espectáculo de su juventud, a ese eterno tiempo presente que queda fijado a 24 fotogramas por segundo. Si no fuera por la banda de sonido de Dragon Inn, por sus choques de espadas y sus golpes de tambores, la película de Tsai Ming-liang sería casi muda, silenciosa. Sus planos son siempre prolongados, casi infinitos se diría, hasta evocar el más puro vacío, la melancolía, la soledad.
En el extremo diametralmente opuesto está Zatoichi, de Kitano, que es el sonido y la furia, la celebración del movimiento y la energía. La profunda tristeza de Dolls, su film inmediatamente anterior, y que también alimentaba Flores de fuego y Sonatine, parece haber quedado provisoriamente atrás. Aquí Kitano, en su primera incursión en el cine de época, se anima con los samurais, pero no con el modelo más clásico y reconocido en Occidente, como es el de Akira Kurosawa (a quien le dedica, sin embargo, una de las escenas más espectaculares, bajo la lluvia, como en Los siete samurais). El ejemplo aplicado aquí es otro: el cine de género que producía en la década del 60 el estudio Daiaiei y particularmente, el más popular de sus personajes, Zatoichi, un veterano guerrero, que era ciego para más datos, pero capaz, él solo, de derrotar ejércitos enteros. ¿Y quién otro sino “Beat” Takeshi podía resucitarlo?
Como actor, Takeshi Kitano le pone a su personaje –además de un bastón bien filoso y una cabellera improbablemente rubia– todo el humor y la picardía de El verano de Kikujiro, quizá su película más incomprendida. Y como director (y además como montajista) se nota que disfruta del vértigo, de la velocidad, de la infinidad de planos engarzándose portentosamente unos con otros hasta lograr una suerte de ballet fatal, hecho de cruces de miradas y de aceros. El diseño de sonido –tratándose de una película protagonizada por un ciego– es sencillamente sorprendente y todo termina con una fiesta pagana, un insólito final feliz para una película de samurais, un baile tribal en radiante cinemascope que parece escapado de Amor sin barreras y que hizo saltar y bailar a todo el público de Toronto. Tsai Ming-liang y Kitano: el yin y el yang del exquisito cine asiático.