EL PAíS › A 30 AÑOS DEL GOLPE CONTRA SALVADOR ALLENDE
Compañero presidente
El 11 de septiembre de 1973 el bombardeo contra el Palacio de la Moneda terminó con la “vía chilena al socialismo”. El gobierno de Salvador Allende aún no llevaba tres años pero ya había nacionalizado buena parte de la economía y acelerado la reforma agraria. ¿Por qué se suicidó Allende en la Moneda? ¿Era inevitable el golpe? ¿Cómo discutía el futuro la Unidad Popular? Aquí, el relato de las mayores ilusiones de América latina.
Por Martín Granovsky
Hace exactamente 30 años Salvador Allende, presidente socialista de Chile, se suicidó en el Palacio de la Moneda. El fusil que le había regalado Fidel Castro le desfiguró la cara y una dictadura comenzaba a desfigurar el cuerpo entero de América latina. El continente debía ser, por fin, irreconocible, viejo en su injusticia, nuevo en la solidez irreversible de la desigualdad.
Suicidio raro a primera vista el de Allende, muerto a los 65 como un Che sin guerrilla, solo seis años después que Guevara en Bolivia. Al Che, vanguardista convencido, lo asesinaron. Allende, un gran político parlamentario, se mató solo. Fue tan chocante su suicidio que durante buena parte de los últimos 30 años las versiones sobre aquel día en La Moneda hablaban del asesinato de Allende. Creer en el suicidio parecía una falta de respeto al muerto y una disculpa al dictador Augusto Pinochet. Nadie lo dijo con estas palabras, pero así podía leerse el mensaje: “En América latina no hay mito revolucionario sin asesinato del héroe”.
Pero es mejor no ser injustos con el mito. Era lógico ante la dificultad para encasillar a Allende, “Chicho”, como había quedado su apodo por su dificultad en la infancia para repetir “Salvadorcito”. Nadie como Allende cruzaba tantos campos diferentes, tantas historias y tradiciones de América latina.
Allende fue, como otros líderes, el médico con inquietudes que avanzaban tras la puerta del consultorio. Nacido en 1908 de una familia de clase media, cuando murió su padre, viejo masón y laico, juró ante la tumba que se consagraría a la lucha social, “promesa que creo haber cumplido”, como diría en los años ‘60. Combinó la política con la asistencia médica en el puerto, en Valparaíso, fue diputado y después ministro de Salubridad y Seguridad Social de Pedro Aguirre Cerda, el presidente que gobernó con un Frente Popular en sintonía con el antinazismo que era la marca mundial. Político práctico, en 1939 escribió su único libro, La realidad médicosocial chilena. El trabajo es comparable con otras obras como El estado de las clases obreras argentinas a comienzos del siglo, de Juan Bialet Massé, y La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Federico Engels.
Allende describió en detalle las condiciones de vida de los trabajadores. Contó, por ejemplo, la destrucción familiar porque los obreros del salitre se presentaban como solteros para conseguir trabajo. Los solteros eran más buscados porque cobraban 10 pesos por mes de salario mínimo, contra 15 pesos de los casados. Libro de acción, La realidad médico-social chilena planteaba de este modo los objetivos de una nueva política: “Devolver a la raza, al pueblo trabajador, su vitalidad física, sus cualidades de vitalidad y de salud que ayer fueran su característica sobresaliente; readquirir la capacidad fisiológica de pueblo fuerte, recobrar su inmunidad a las epidemias; todo lo cual habrá de permitir un mayor rendimiento en la producción nacional a la vez que una mejor disposición de ánimo para vivir y apreciar la vida”. También llamaba a “conquistar para todas las capas sociales el derecho a la cultura en todas sus manifestaciones y aspectos”. “Raza” era, en la época, el “pueblonación”.
Cuando escribió ese trabajo, Allende ya era un socialista. Y era, a la vez, un político latinoamericano, más cerca del populismo inicial del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre que del librecambismo del argentino Juan B. Justo. El APRA, la Alianza Popular Revolucionaria Americana fundada por Haya en 1924, sedujo a un político que, como Allende, no solía guiarse por las olas europeas ni se enfrascaba en discusiones teóricas.
El gran golpe europeo de su vida fue la Guerra Civil Española, que comenzó en 1936 con el alzamiento de Francisco Franco contra la República y terminaría en 1939 con la victoria del Caudillo por la Gracia de Dios.La lucha de la España republicana marcó a su generación como luego lo harían con otras generaciones la revolución cubana, la guerra de Vietnam o la propia vía chilena al socialismo que Allende encabezaría en 1970. Pablo Neruda, poeta, ya comunista, y otro escritor comunista, Volodia Teitelboim, encarnaban en actos la solidaridad con los republicanos. Alguna noche leyó poesía con ellos en un teatro de Santiago el argentino Raúl González Tuñón, que cubrió para Crítica la guerra civil.
Tras la derrota llegaron a Valparaíso los exiliados. Uno de ellos, Víctor Pey, se convertiría en uno de los grandes amigos de Allende, en su confidente. Pey, que aún no llegó a los 90 años, vive en Santiago. Era anarquista y conoció a Buenaventura Durruti, aquel de quien el escritor ruso Ilya Ehernburg dijo que “ningún escritor se habría arriesgado a escribir la historia de su vida porque se hubiera parecido demasiado a una novela de aventuras”. Cuando hace el relato de los años de la Unidad Popular, el gobierno de izquierda que terminó hace 30 años, Pey parece contar una tragedia griega.
En las tragedias –Edipo, Hamlet– hay un error trágico que de manera inexorable desencadena otras tragedias. ¿Fatalidad? Algo más humano que eso. El relato de Pey no sería ni tragedia sola ni fatalidad sola.
–Yo venía de la experiencia de la República –suele decir a sus amigos-. Fue maravillosa. Cuando me decían lo que se proponía hacer el gobierno de la Unidad Popular a mí me parecía extraordinario, pero me preguntaba si todo eso sería posible, si no nos combatirían duramente para impedirlo.
Sin embargo, el viejo republicano no habla de errores. Solo de un compromiso que debía ser cumplido –una misión, un deber colectivo–, aunque el resultado al final del camino no fuese la victoria inevitable.
Allende nacionalizó el cobre, al que llamaba “el sueldo de Chile”, una fuente crucial de divisas para el Estado. Tanto, que es lo único que Pinochet no volvió a privatizar. Como usó el criterio de “ganancias excesivas”, el gobierno de la Unidad Popular no indemnizó a las subsidiarias de Kennecot y Anaconda, las dos mayores transnacionales. La UP también estatizó el hierro, el salitre y el carbón. Los minerales eran casi el 90 por ciento de las exportaciones chilenas.
El gobierno aceleró la reforma agraria, comenzada en realidad durante el gobierno reformista del democristiano Eduardo Frei en 1964. En todo el gobierno de Frei habían sido expropiados 1408 predios. Solo en 1971 Allende expropió 1379 fundos, equivalentes a una superficie total de 2.558.000 de hectáreas, más que los mil programados para ese año.
El Estado compró los bancos extranjeros y llegó a tener una participación mayoritaria en el capital de 11 bancos nacionales sobre un total de 23. También avanzó en el control de la industria manufacturera, de las cadenas de comercialización y de la construcción.
En 105 de 125 empresas se estableció la participación de los trabajadores en la conducción.
En la primera etapa el resultado fue positivo. El producto bruto interno creció el 7,7 por ciento en 1971, la desocupación en el Gran Santiago bajó del 8,3 por ciento al 3,8 y la inflación del 34,9 al 22 por ciento. Sergio Bitar, entonces ministro de Minería de Allende, escribiría después en un análisis de la experiencia chilena que hubo dos puntos vulnerables: las empresas nacionalizadas perdieron calidad de gestión y “la política económica de corto plazo quedó muy subordinada a las metas estructurales, descuidándose los equilibrios financieros fundamentales”, lo cual perjudicaría las etapas siguientes del gobierno de la UP. La expansión del consumo fue muy superior al crecimiento de la producción, el déficit fiscal se desbordó al doble de lo programado y el rojo de la balanza de pagos redujo dramáticamente las reservas y achicó la posibilidad de importar bienes. Nada de esto fue percibido en toda su gravedad por la conducción del gobierno, más aún cuando en mayo de 1971 las elecciones parlamentarias marcaron un apoyo del 49,75 por ciento para los partidos de la UP, y sobre todo para los dos socios mayores, el Socialista y el Comunista, aliados con los cristianos del Mapu, los socialdemócratas, los independientes y los radicales. La UP había obtenido la primera minoría en 1970, y con ella el derecho a la presidencia, con el 36,2 por ciento de los votos.
Todo indicaba que la UP estaba cumpliendo su criterio económico, el programa y la vía elegida para llegar al socialismo.
El criterio descansaba en cuatro patas: la reivindicación de las estatizaciones como la manera de marchar al socialismo; las nacionalizaciones para terminar con la dependencia, incluida la financiera, de los Estados Unidos; el desarrollo basado en la expansión del consumo de bienes esenciales y un keynesianismo reactivador.
El programa era coherente con esos criterios y con la necesidad de atacar simultáneamente en todos los frentes para consolidar el apoyo político a las reformas económicas.
La vía chilena fue teorizada en ese momento por el valenciano Joan Garcés, asesor de Allende, el mismo a quien se debe el impulso a los juicios de Baltasar Garzón que terminaron en 1997 con el arresto de Pinochet en Londres.
Garcés se felicitaba de que, en un sistema presidencialista, la UP hubiera alcanzado la presidencia. Describía dos objetivos:
- “Utilizar los recursos que institucionalmente están en manos del Gobierno para consolidar el predominio político de los sectores populares y proletarios”.
- “Alterar los fundamentos del sistema capitalista para poder construir un sistema económico orientado hacia el socialismo”.
Y agregaba: “Si de algo podemos estar seguros es de que el progreso del gobierno de la Unidad Popular hacia estos dos objetivos generará la respuesta de los sectores sociales amenazados por las medidas revolucionarias”.
Los trabajos de Garcés rezuman el tono de esos años, donde ningún análisis parecía serio si no se sustentaba en la tradición marxista de debates sobre el poder y la revolución. Garcés cita a Carlos Marx, se apoya en Federico Engels, critica a Eduard Bernstein, recuerda a Carlos Liebknecht, polemiza con Régis Debray. Allende tiene otra formación. Combina como nadie la muñeca del dirigente partidario clásico con una extraordinaria capacidad de comunicación con el pueblo. Sus amigos lo recuerdan como un tipo elegante, siempre bien vestido, dueño del primer impermeable de Valparaíso a los 10 años, bien perfumado, capaz de ponerse una gorra de capitán para subir a un bote, bebedor de whisky Chivas Regal, seductor, más cachador que humorista a costa suyo y de llegada fácil a cualquiera. Allende se transfiguraba hasta un estado de inmensa alegría en el contacto con la gente. Así fueron sus tres campañas presidenciales donde salió derrotado, en 1952, 1958 y 1964, y su campaña victoriosa de 1970. Así fue su actitud en el gobierno.
Gran orador, Allende usó cada paso del gobierno de la UP para ejercer la docencia política de los líderes que representan un proyecto nuevo.
“El pueblo de Chile está conquistando el poder político sin verse obligado a utilizar las armas”, dijo en 1970. “Avanza en el camino de su liberación social sin haber tenido que combatir contra el régimen despótico o dictatorial, sino contra las limitaciones de una democracia liberal”, argumentó como un Garcés práctico. “Nuestro pueblo aspira legítimamente a recorrer la etapa de transición al socialismo sin tener que recurrir a formas autoritarias de gobierno.”
“No existen experiencias anteriores que podamos usar como modelo”, dijo en uno de sus primeros discursos como presidente. “Tenemos que desarrollarla teoría y la práctica de nuevas formas de organización social, política y económica tanto para la ruptura con el subdesarrollo como para la creación socialista”, pidió.
Y así fue su promesa, dicha en el Estadio Nacional con la dicción típica de vocales que se alargaban y las consonantes nítidas, perfectas: “Para los que están en la pampa o en la estepa, para los que me escuchan en el litoral, para los que trabajan en la precordillera, para la simple dueña de casa, para el catedrático universitario, para el joven estudiante, el pequeño comerciante o industrial, para el hombre y la mujer de Chile, para el joven de la tierra nuestra, para todos ellos, el compromiso que yo contraigo ante mi conciencia y ante el pueblo –actor fundamental de esta victoria– es ser auténticamente leal en la gran tarea común y colectiva. Lo he dicho: mi único anhelo es ser para ustedes el compañero Presidente”. La articulación de las clases populares era el dato clave del proyecto político de la UP. Figuraba en los escritos teóricos de Garcés, en los discursos de Allende y aun en la candidez de los planteos teóricos del Partido Comunista de Chile.
Luis Corvalán, el secretario general del PC, expresaba la idea de una revolución por etapas, asimilándola al recorrido de un tren.
La terminal era el comunismo.
Muy cerca se ubicaba el socialismo.
En el recorrido, diferentes sectores sociales irían bajando en cada estación. Los obreros llegarían hasta el final. Los peones del campo también. Los campesinos no. Los profesionales se dividirían. Los industriales bajarían en el medio, y lo mismo algunos comerciantes.
El problema fue que, sin el poder, el ejercicio de Corvalán era eso, un simple ejercicio para explicar en forma didáctica la línea del PC. Pero, con el PC formando parte del poder político junto con el resto de la izquierda, el ejercicio podía convertirse en profecía y no solo los gerentes de las multinacionales sino hasta un simple médico de provincias o un almacenero tenía el derecho de formularse algunas preguntas. Quedarse en el tren o apearse, ¿era voluntario? ¿Y si no coincidían los intereses personales con las estaciones? En otras palabras: ¿qué autoridad política determinaría el futuro social de cada pasajero y su propia existencia?
Las imágenes de esa época muestran obreros felices, campesinos eufóricos, mineros sonrientes. Chile había sido, hasta 1970, una sociedad jerarquizada, menos plebeya, por ejemplo, que la Argentina, donde los analfabetos ni votaban. La difusión de los derechos políticos seguía restringida y el clasismo hacía que recién con el triunfo de la UP, el 4 de septiembre del ‘70, los pobres chilenos, los rotos, empezaran a sentir suyas las calles del centro de la capital. Hasta la postura pasó a ser distinta. Puede advertirse en Santiago ensangrentada, el video que se distribuye desde hoy con Página/12. No hay actitudes sumisas sino una sensación de protagonismo popular. Cualquiera podrá argumentar que las imágenes están tomadas de noticieros de la época, con fuerte control de la UP, o documentales filmados por los cineastas entusiasmados con el gobierno de Allende. Es posible. Pero no parece lo definitorio. La reacción en contra del programa de la UP tomó el inédito avance popular como un dato cierto. Y lo era, solo que muy pronto, en septiembre de 1971, a solo un año de gobierno de Allende, esa realidad quedó transformada en una amenaza, según la percepción de la clase media.
A las fallas económicas apuntadas por Bitar ya había que sumar otros tres elementos.
La sociedad se partía en dos. De un lado las clases populares y sus intelectuales. Del otro, buena parte de la clase media y, naturalmente, los sectores altos.
El precio del cobre cayó en el mercado internacional y reforzó el ahogo financiero de Chile. Y avanzaba la conspiración externa e interna que el video refleja bien. Una conspiración, en verdad, que empezó tras el 4 de septiembre de 1970 y trató de impedir la asunción de Allende. Una conspiración que incluiría terrorismo ideológico y físico, amenazas, sabotajes, boicots financieros internacionales, corte de suministro de alimentos, desabastecimiento y, como una regla constante, un trabajo prolijo sobre los oficiales de las Fuerzas Armadas que terminarían encargándose del golpe.
En uno de sus trabajos escritos en caliente, Garcés explicó que la estrategia de la UP consistía en volcar a la pequeña burguesía hacia el gobierno, separándola de la clase media de empresarios, industriales y dueños de fundos de porte mediano. Para hacerse entender, Garcés citaba al Lenin de 1918, a un año de la revolución bolchevique, cuando decía que “el poder político puede y debe convertirse en manos del proletariado en el medio para poner de su lado a las masas laborales no proletarias, el modo de conquistar estas masas de la burguesía y de los partidos pequeñoburgueses”. Y traducía: “Burguesía y pequeña burguesía que en Chile tienen por nombre Democracia Cristiana, Partido Radical Democrático y Partido Nacional”.
Y remataba el asesor de Allende con estas palabras que conviene citar en su textualidad, porque pintan el clima de la izquierda a comienzos de los ‘70: “Si la clase dominante logra movilizar contra el Gobierno Popular a sectores medios, de la pequeña burguesía y, con mayor razón, de trabajadores, la intervención militar parece lógicamente inevitable”. En ese caso habría dos variantes: o las Fuerzas Armadas se dividen o actúan unidas contra el gobierno y “la suerte de éste estaría echada” porque sería inevitable un “régimen autoritario”.
No eran los únicos dilemas para la UP. La conducción del socialismo y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) proponían extender el “poder popular”, incluso con formas armadas propias. Allende, apoyado por el PC, no compartía esa línea política, pero tampoco estaba dispuesto a jugar la autoridad presidencial convirtiéndose en el jefe político supremo de la UP o enfrentándose a la dirección de su partido. Parecía no haber salida. En Chile no había otra estructura armada importante que las Fuerzas Armadas. No existían dos ejércitos, uno del régimen y otro popular, como luego en El Salvador o Nicaragua. Y además el presidente Allende tenía una noción idílica de las Fuerzas Armadas, a las que veía constitucionalistas en bloque pese a las evidencias en contrario: para impedir que asumiera, en 1970, fue asesinado el general René Schneider, constitucionalista y comandante en jefe del Ejército. Era el primer acto del complot con copyright norteamericano, pero también una indicación de que la conspiración buscaría profundizar una división entre los mandos que ya existía. Otro acto se cumpliría en 1973, con el levantamiento militar de junio y el planteo contra el sucesor de Schneider, Carlos Prats, otro constitucionalista, reemplazado por Pinochet, quien lo haría asesinar luego, haciendo estallar su coche en Buenos Aires, a comienzos del exilio. El gobierno de la UP avanzaba a marcha forzada en el cumplimiento de su programa, pero el desgaste tomaba un ritmo cada vez más acelerado.
Tomás Moulián, un sociólogo de izquierda, piensa que la designación de Pinochet “representaba en forma dramática la fragilidad del gobierno y de la Unidad Popular: su absoluta falta de medios de poder, su inocencia casi pueril, su falta de informaciones confiables, su carencia de ritmo o de dinámica en la toma de decisiones”.
Los “izquierdistas” reprochaban la política militar de Allende, o la falta de ella. Los allendistas reprochaban al ala “izquierdista” sus delirios. Eso ocurrió entonces, a medida que se hacía más profunda la fractura social y los grupos fascistas encabezados por Patria y Libertad pasaban de ser marginales a funcionar como la guardia de choque de las manifestaciones en las que la clase media caceroleaba contra los rojos.¿Cómo suena la polémica entre los dos sectores vista desde ahora? Moulián sostiene que “hasta el final Allende no pudo comprender que el problema de fondo no era el delirio de los ultraizquierdistas que le impidieron culminar exitosamente las negociaciones” con el sector no golpista de la Democracia Cristiana. El problema de fondo, según Moulián, “fue la constitución de un imaginario de revolución que era improbable, casi inviable”. Y argumenta: “Su existencia, aunque fuera discursiva o constituyera el anuncio adelantado de etapas posteriores porque la Unidad Popular solo tenía un poder político precario, organizó el campo político como un campo de guerra y puso en marcha los esfuerzos de neutralización del enemigo, más violentos cuando más ‘realidad’ adquiría el peligro”.
Las masas se tomaron en serio su protagonismo y radicalizaron la vía chilena, en algunos casos tomando fundos tras siglos de pertenecer al bando de los desposeídos.
Moulián está convencido de que “Allende previó la imposibilidad de ir más adelante y quiso frenar, se dio cuenta de que aun una mala negociación era mejor que el retroceso total, pero también percibió que estaban desencadenadas una energía y unas ilusiones que eran imparables, a menos que se afrontara el alto costo de la lucha fratricida”, es decir, entre o contra las clases populares que eran su base de apoyo y los partidos políticos que las representaban. “Y esta doble conciencia lo paralizó.”
En los últimos meses antes del golpe, la parálisis política convivió en Allende con una conciencia cada vez más clara de que cumpliría su palabra de dar la vida por la vía chilena al socialismo.
Santiago ensangrentada registra una de sus tantas promesas de sus últimos tiempos. “Solo acribillándome a balazos podrán impedirme cumplir con mi voluntad, que es realizar el programa del pueblo”, dice Allende.
Sin decirlo en público, se imaginaba cada vez más como Guevara. O como uno de los líderes de América latina que más influyó en su vida, el colombiano Jorge Eliézer Gaitán. Liberal de origen, Gaitán se radicalizó, combatió a la multinacional norteamericana United Fruit, la misma que ponía y sacaba gobiernos en América Central y terminó formando la fugaz Unión Nacional Izquierdista Revolucionaria. Luego volvió al Partido Liberal, fue ministro de Educación y también de Trabajo y recibió el ataque de los conservadores más duros, que lo tildaban de “comunista”. El 9 de abril de 1948 un complot asesinó a Gaitán. Miles de sus partidarios ocuparon la calle. Ese día quedó en la historia como Bogotazo. No hay mejor descripción de aquel momento que el relato de Gabriel García Márquez en sus memorias, Vivir para contarla. Dice que un grupo de hombres empapó sus pañuelos en el charco de sangre de Gaitán para guardarlos como reliquia. Y que “una mujer de pañolón negro y alpargatas, de las muchas que vendían baratijas en aquel lugar, gruñó con el pañuelo ensangrentado: ‘Hijos de puta, me lo mataron’”. García Márquez describe a los pobres en tropel, con machetes por las calles, el centro en llamas, autos quemados para barricada. Y polemiza con la idea del martirio de un líder como inicio necesario de una gran transformación. Más bien lo contrario: “Todo sueño de cambio social de fondo por el que había muerto Gaitán se esfumó entre los escombros humeantes de la ciudad”, escribe. “Los muertos en las calles de Bogotá y por la represión oficial en los años siguientes debieron ser más de un millón, además de la miseria y el exilio de tantos.”
La diferencia entre la muerte de Allende y el final del Che o el de Gaitán –esclarecida la primera muerte, todavía en sombras la segunda– es que en el caso del presidente socialista chileno no queda una gran historia a develar. Quizá, con Allende, no reste ni el gran misterio humano del suicidio. Lo planificó. En pleno combate rindió honores a Augusto “Perro” Olivares, su amigo y asistente, que se quitó la vida antes que él. Hizo salir a las mujeres, incluidas sus hijas Isabel y Beatriz, yluego a la mayoría de sus colaboradores. Y para no correr el riesgo de quedar herido por las balas de Pinochet, que podrían impedirle cumplir con su palabra, aseguró la propia muerte.
–Nosotros no tenemos miedo, ¿no, Negro? –le dijo a Carlos Jorquera, su amigo, que sobrevivió al 11 de septiembre.
–Miedo no, Presidente... Lo que tengo es susto. ¡Estoy cagado de susto!
Después, según relata el propio Jorquera, Allende intentó salir de La Moneda para dirigir una supuesta resistencia civil al golpe.
–No, Chicho, no, por favor. Te van a matar en la calle y va a parecer como si te fueras arrancando... –dice Jorquera que le dijo al presidente-. Ante la Historia vas a quedar como un comemierda. Y tú no eres así. No, Chicho, por favor, aquí hay que morir.
Eran pocos los que quedaban en el palacio de gobierno. Dice Jorquera que Allende lo abrazó:
–El Negro tiene razón. Es aquí donde hay que morir, aquí tiene sentido histórico.
Y un momento después se encerró para dispararse al mentón con el fusil.
Había alcanzado a decir su mensaje por radio. Ese que dice: “Estas son mis últimas palabras. Tengo la certeza de que mi sacrificio no será vano, tengo la certeza de que por el momento habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”. Y sobre todo: “Mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor”.