EL PAíS › LA TRADICION DE GUEVARA

Lo mismo por otros métodos

 Por Eduardo Tagliaferro

El escrutinio no dejaba lugar a dudas. En el comando electoral los militantes no ocultaban sus lágrimas. El Frente del Pueblo, una coalición que en 1952 reunió a un grupo de socialistas y comunistas, había obtenido tan solo 52 mil votos. Eran cuartos entre cuatro fórmulas presidenciales. “Un hombre que tiene confianza en el pueblo no debe llorar nunca de impotencia”, les dijo Salvador Allende a quienes se mostraban abatidos por el resultado electoral. Para Allende era la primera de sus cuatro candidaturas a Presidente. Un verdadero “saludo a la bandera”, como el mismo la definiría años más tarde. La escena se agravó con la presencia en la calle de un grupo de socialistas críticos con su candidatura. “Si son consecuentes los que hoy nos detractan, un día no lejano marcharán detrás de nosotros y juntos haremos de este país la primera nación socialista de América”, fue el mensaje que “Chicho” transmitió a sus opositores, según cuenta la periodista Patricia Verdugo en su reciente libro Salvador Allende. Cómo la Casa Blanca provocó su muerte.
La frase muestra dos de las principales obsesiones de Allende: la unidad de la izquierda y la construcción del socialismo en Chile. Aunque la historia le guardó un lugar como el primer socialista elegido democráticamente en América, estuvo lejos de convertir a su país en una república socialista. La izquierda, esa que sin sectarismo intentó reunir, estuvo al lado suyo unida solamente en dos ocasiones: al festejar el triunfo de la Unidad Popular, el 4 de setiembre del ‘70 y para llorar su muerte el 11 de setiembre del ‘73.
Entre uno y otro momento ningún sector se apartó de su estrategia original. Ni la pública hostilidad de Richard Nixon y el gobierno norteamericano, ni los atentados y sabotajes de la derecha terrorista, ni la amenaza golpista, lograron que los partidos de la Unidad Popular coincidieran en una política y una práctica comunes.
A las siete de la mañana del 11 de setiembre todos los partidos de la UP sabían que el golpe estaba desatado. Allende no dudó y ocupó su puesto de combate en La Moneda. En vano esperó la llegada de apoyo militar y político. “Allende no se rinde, milicos hijos de puta”, fueron las últimas palabras que quienes lo acompañaban en el palacio presidencial le escucharon decir. Su muerte les quitó a los golpistas la posibilidad de humillarlo y degradarlo. Con su sangre manchó para siempre a Augusto Pinochet y a la feroz dictadura que nacía bajo la tutela norteamericana. Sin distinción de nacionalidades, es su vida y no su muerte la que interpela a los partidos de izquierda.
Herido de muerte, con la sangre todavía hirviendo, tres días después del golpe, Pablo Neruda escribió su testimonio. Allí destacó que “Chile tiene una larga historia civil con pocas revoluciones y muchos gobiernos estables, conservadores y mediocres. Muchos presidentes chicos y sólo dos presidentes grandes: Balmaceda y Allende. Es curioso que los dos provinieran del mismo medio, de la burguesía adinerada, que aquí se hace llamar aristocracia. Como hombres de principios empeñados en engrandecer un país empequeñecido por la mediocre oligarquía, los dos fueron conducidos a la muerte de la misma manera. Balmaceda fue llevado al suicidio por resistirse a entregar la riqueza salitrera a las compañías extranjeras. Allende fue asesinado por haber nacionalizado la otra riqueza del subsuelo chileno, el cobre”.
Allende no se rindió. Hasta el último momento sus actos acompañaron sus palabras. No por nada, otro gran coherente, otro gran consecuente, otro gran revolucionario como Ernesto Che Guevara, al dedicarle un libro en 1959 en La Habana, escribió: “A Salvador, que por otros métodos busca lo mismo que nosotros”.

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