ESPECTáCULOS
Raúl Perrone sale en busca de un mundo que se ha ido para siempre
Con “La mecha”, su octavo largo, el director de “Peluca y Marisita” descubre aquello que ha cambiado en el Oeste suburbano.
Por Martín Pérez
“Lo que pasa es que ya no tenemos veinte años”, dice el familiar de Don Galván mientras le alcanza al anciano un par de anteojos para que pueda reconocerse en el álbum familiar. Con ochenta y cinco años, Don Galván está lejos de tener aquella edad. Pero igual es capaz de protagonizar una humilde odisea suburbana recorriendo el oeste bonaerense en busca del repuesto que necesita para un calentador que ya no se fabrica más. Es en mitad de ese recorrido cuando se encuentra almorzando en familia, recorriendo un álbum de fotos en la sobremesa. Y aquella edad añorada, tan lejana que incluso parece no haberla tenido jamás, es la que de un tiempo a esta parte tampoco tienen los protagonistas de las películas de Raúl Perrone.
“Antes que yo comenzase a filmar, en el cine argentino no había chicos tomando cerveza en la vereda”, se vanaglorió Perrone en una entrevista realizada cuando La mecha se presentó en el Festival porteño. Independiente antes de que esa palabra estuviese tan ligada al cine local, recién con este octavo largometraje el cineasta de Ituzaingó alcanza a estrenar su obra en el circuito comercial y con una copia en 35 milímetros. Un paso que su cine llega a dar cuando los jóvenes ya han casi desaparecido de su imagen, algo que comenzó a suceder en su anterior largometraje, el aún comercialmente inédito Late corazón (2002). En La mecha los jóvenes aparecen detrás del mostrador de los comercios o sino como una eventual amenaza armada, y en lo que se refiere a la cerveza se escucha cómo uno de ellos le recrimina a otro por el simple hecho de comprarse una lata en un kiosco. Los tiempos han cambiado y con ellos el cine de Perrone, a pesar de que el azul del inmenso cielo abierto del oeste aún sigue siendo capaz de llenar su pantalla. Pero cada vez durante menos tiempo.
Descripta por su autor como una road movie, pero al ritmo de un anciano de ochenta años, La mecha cuenta las ideas y vueltas de Don Galván por comercios y hogares del oeste bonaerense en busca de una mecha para un calentador tan de otra época como él mismo. Acompañado por diálogos por momentos demasiado ocasionales, y en otros sumamente descriptivos, Galván sube a camionetas de reparto, colectivos y remises, y se cruza con gente siempre decidida a auxiliarlo. Nadie podrá darle lo único que realmente precisa, aquella mecha del título. Pero mientras tanto se escuchará hablar de un mundo de patacones y lecops, de un tiempo de artículos desechables y cada tanto los interlocutores se incitarán a seguir “en la lucha”.
Poniendo un decidido ojo en lo cotidiano, la cámara de Perrone se preocupa por mirar lo que seguramente ve todos los días como si fuese la primera vez. O si no desarma con precisión de cirujano los mecanismos del día a día. Así es como acompaña a su protagonista mientras sus anfitriones preparan un mate, cocinan unos fideos, le sirven una gaseosa o un simple vaso de agua e incluso degüellan una gallina para preparar un guiso. Y es en ese redescubrimiento en el que, sin apuro, escapa la película, breve y casi sin otra anécdota que esa mirada, que tiene razón de ser gracias a la excusa de la búsqueda de un mundo que ya se ha ido para siempre. Algo que parece estar haciendo todo el tiempo el cine de Perrone, que ha abandonado el costumbrismo adolescente para ahondar ahora en el limbo de la vejez, un mundo tan sin tiempo como aquel, pero en el no hay lugar para esa falsa promesa de algo llamado futuro.