ESPECTáCULOS
Una partida de poker en el vacío de un no lugar
“Postal de vuelo”, de Víctor Winer, retrata personajes desahuciados en un aeropuerto en ruinas, una metáfora sobre los problemas de relación.
Por Cecilia Hopkins
Para el antropólogo francés Marc Augè, el espacio urbano define a los sujetos que los habitan o utilizan porque los ayuda a construir su historia e identidad. Si los lugares estimulan las relaciones sociales, reactivan la memoria y generan experiencias vivas, entonces, los “no lugares” definen a todos aquellos espacios de tránsito –aeropuertos, estaciones de tren, supermercados– donde los sujetos apenas si aciertan a establecer breves diálogos con otros individuos, ambos provistos de una identidad momentánea que los vuelve semejantes. Ahora, si estos “no lugares” se distinguen por su carácter económico-consumista, por el exceso de acontecimientos e información que concentran, el aeropuerto donde se desarrolla la acción de Postal de vuelo (obra de Víctor Winer recientemente estrenada bajo la conducción de Roberto Villanueva) traduce una realidad bien diferente a la de la “sobremodernidad” descrita por Augè. Enclavada en un paisaje anónimo y fantasmagórico, la estación aérea se halla desafectada desde hace muchísimo tiempo, con sus carros transportadores de equipaje destruidos, con su sistema de señales desbaratado. Los únicos que sobrevuelan el área son los insectos. Como si fueran los sobrevivientes de una pesadilla de ciencia ficción, cuatro personajes se dan cita en ese paisaje desolado, símbolo de un mundo extinguido.
Hay detalles que sugieren que las decisiones de fuerza mayor son las que rigen los destinos del lugar: los cines han cerrado, no hay más corriente eléctrica, no hay medicamentos que no estén vencidos, todo se consigue por trueque. En estas nuevas condiciones de vida ya no existen actividades placenteras, según la amarga queja del bon vivant de Eduardo (Aldo Braga), quien se ha visto en la necesidad de regalar sus palos de golf. Sin embargo, todavía se considera un privilegiado, un elegido que se aparta de la manada, aunque de su antigua vida sólo conserve las partidas de poker, aquel juego que “colorea” la existencia, que lo aleja de la angustia. Con todo, extraña a sus antiguos camaradas, aquellos que sabían llegar a la cita con puntualidad y apostaban fuerte, arriesgándolo todo. En cambio, sus actuales cofrades –unos aficionados, según su modo de ver– son un hombre enfermo, casi desahuciado (Roberto Martínez), un tanguero (Antonio Ugo) que no abandona la milonga por más que la falta de corriente eléctrica obliga a la concurrencia a cantar para poder bailar, y Delia (Victoria Carreras), la extrovertida dama que necesita vivir “algo intenso” cada fin de semana, como para no percibir la oleada de miseria que la sumerge en el hastío.
Una vez establecida la situación entre los cuatro compañeros de poker, el relato se aquieta por ausencia de mayor información. El tiempo se dilata, también, porque estos personajes apesadumbrados, cínicos, inactivos, no se traban en contrapunto. A pesar de los esfuerzos empeñados por la mujer que los azuza hasta el cansancio sin conseguir de ellos alguna toma de decisión, algo que la movilice al menos por unos instantes. Una música lejana (tan lejana que casi no se percibe a causa de los techos altísimos de la sala Villa Villa) por momentos impone pausas amenazantes. Tal vez prenuncia que es ésta la última partida para uno de ellos, aquel que, como en el teatro tradicional japonés, expresa la muerte con una larga cinta roja que le sale de la boca. Menos discretos, hay otros efectos en la puesta de Villanueva que parecen querer sumar un toque de brío a la apatía general de la situación. Como las artes exhibicionistas de Delia (en topless toda la obra) o el efecto móvil de la postal del final, con tango de Gardel incluido.