ESPECTáCULOS
“Elogio del amor” o la eterna lucidez de Godard
Divididas en dos partes, una en un austero blanco y negro y otra con la violenta aspereza del video color, el largo más reciente del fundador del cine moderno bucea en el pasado para iluminar el presente.
Por L. M.
Hacía más de treinta años que Godard no filmaba en las calles de París –desde Masculin-Femenin (1966)– y aquí vuelve, en un bellísimo blanco y negro (un tanto devaluado por la proyección en video), al escenario de la primera nouvelle vague, al punto que parece posible volver a ver, en una esquina del Barrio Latino, en un ángulo de la Concorde o en un café de Montparnasse, el rostro de Anna Karenina, como en Vivir su vida. Después de todo, como lo anuncia su título, el nuevo Godard es un elogio del amor, como lo eran algunos de sus primeros films. Claro que Godard ha cambiado mucho desde entonces. Su cine ha abandonado casi toda intención narrativa y ha seguido otros caminos, como el ensayo en primera persona (su monumental Histoires(s) du cinéma; su reflexión histórica Alemania nueve cero) o el autorretrato puro y duro (JLG/JLG). En Eloge de l’amour, Godard parece, en cambio, más cerca de la abstracción lírica, un camino que inició en Nouvelle vague (con la complicidad de Alain Delon) y continuó luego en Hélas pour moi! y en esa meditación sobre la guerra en Bosnia que fue Forever Mozart.
Este elogio del amor que propone ahora Godard es un puro proyecto: puede ser un film, una ópera, una obra de teatro. Hay un artista, Edgar (interpretado por Bruno Putzulu, de quien en un comienzo apenas si se escucha su voz), que lo quiere llevar a cabo y prueba, investiga, entrevista, mientras la cámara recorre los cafés, las salas de cine, las calles de París como si tratara de reconstruir el imaginario romántico de la nouvelle vague, devolverle a la ciudad su apariencia puramente cinematográfica, esa marca de identidad que precisamente él y sus compañeros de generación lograron esculpir en el paisaje urbano. Pero –como le sucedió al mismo Godard, que tuvo un guión con este título guardado en un cajón por años–, Edgar no sabe exactamente qué forma darle a este bosquejo. “Uno no busca, encuentra”, dice el protagonista del film, citando a Picasso. Y Godard va encontrando también en el camino ideas, formas, que se van materializando a veces de manera críptica, oscura, pero siempre con un gran lirismo. De pronto, Elogio del amor, que hasta la primera hora de película transcurre en un austero blanco y negro bressoniano, pasa a la violenta aspereza del video color. Comienza una segunda parte, que viene a ser la primera y que, desde su misma textura, respira modernidad, tiempo presente.
El mismo artista, “un tiempo antes”, había viajado hacia Bretaña, para encontrar allí a una pareja de ancianos que, medio siglo atrás, vivieron juntos la experiencia de la Resistencia. Y allí Eloge de l’amour prueba ser también un film de resistencia, contra los modelos establecidos y contra Hollywood en particular, al que Godard ve encarnado en la figura de Steven Spielberg. “Como no tienen su propia historia, quieren comprar una”, dice el protagonista cuando presencia el momento en el que un delegado de Spielberg intenta adquirir los derechos de la historia de vida de esa pareja de ancianos, para convertirla en una superproducción. Y Godard (o su alter ego en el film) va más allá: “Spielberg hizo La lista de Schindler, pero su viuda Emilie vive en la miseria en Argentina”, recuerda.
Porque Elogio del amor es también un film sobre la memoria, sobre la Ocupación de París, por los nazis primero y por la globalización después. Y la memoria de Godard no perdona. Sus imágenes nunca son nostálgicas, banales. Van siempre en una misma dirección: convocar a los arcanos de la memoria –de una memoria personal y a la vez colectiva– para volver a iluminar el presente.