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Jim llevará a Michelle a un restaurante de lujo. Su intención es proponerle matrimonio, como en las películas. Pero como es incapaz de decírselo directamente, Michelle terminará suponiendo que lo que quiere es otra cosa, y se deslizará bajo la mesa. Mientras Jason Biggs, como Jim, homenajea aquella escena del orgasmo público de Cuando Harry conoció a Sally, pero sin necesidad de fingirlo, llegará su padre al restaurante. Y el remate del gag inicial de American Pie: La boda será a toda humillación y sin ninguna sutileza. Si hay algo que Jim, Michelle y sus amigos no se permitirían jamás es defraudar a su público.
Presentando a un Jason Biggs con rostro de adolescente perfecto a pesar de ser ésta la tercera película de la saga, y al resto del elenco algo crecidito para estar supuestamente tan cerca de la adolescencia, American Pie: La boda antes que una película propiamente dicha es algo así como una bestial carrera de obstáculos hacia el casamiento. Siempre políticamente correcta y bestialmente escatológica, este nuevo American Pie no es otra cosa que una sucesión de gags, que por lo general siempre resultan demasiado extensos. El peso de las escenas más contundentes del film están a cargo de Seann William Scott como el impresentable Stifler, cuyas acciones más extremas –tal como confesó el crítico del periódico británico The Guardian– hacen reír sólo por miedo a que si no se pueda llegar a vomitar.
A pesar de tantas asquerosidades, si hay algo que no se permite jamás American Pie es intentar faltarle el respeto a la institución matrimonial. Romántica y casamentera, la saga de Jim y sus amigos comenzó siendo honesta para terminar rindiéndose a todas y cada una de las leyes de la sociedad que retrata. Ya no como una comedia ingenua, sino simplemente como una película sensiblera y desagradable.