ESPECTáCULOS › CECILIA ROSSETTO VIVE EN ESPAÑA Y PIENSA EN LA ARGENTINA
“La vida misma es para mí una de cal y una de arena”
La actriz, instalada desde hace dos años en Barcelona, señala una paradoja: estar fuera de su país le causa un profundo dolor, pero al mismo tiempo le sirve para crecer. Allá recibe ofertas y está disfrutando del éxito de La ópera de dos centavos, de Brecht.
Por Karina Micheletto
Cecilia Rossetto es la única guiry (como llaman los catalanes a los extranjeros) entre los cuarenta integrantes del elenco de La ópera de dos centavos, de Bertolt Brecht, un éxito de la temporada en España y Francia, dirigida y adaptada por el catalán Calixto Bieito. Nunca nadie la hizo sentir diferente, cuenta la actriz y cantante, pero en la tarde de la entrevista con Página/12, Rossetto acaba de volver con todo el elenco de París a Barcelona, y todos empezaron a llamar a sus familias desde el aeropuerto, felices de volver a su casa, felices de reconocer el sol de su casa. Entonces ella sí se sintió diferente. “Parecía ET, preguntando dónde está mi casa”, se ríe Rossetto. “Algo del cuerpo, en algún momento del día, siempre te dice ‘cuándo volvemos a casa’”, explica ahora, ya instalada en su casa de Barcelona, un estudio acondicionado para vivienda en el barrio de inmigrantes El Raval.
La obra de Brecht versión Calixto Bieito tiene como escenario principal una tómbola rocambolesca llamada “Alabama House”, con osos que tocan la trompeta, banderas de Estados Unidos, electrodomésticos y cachivaches varios desparramados por todas partes. Por allí deambula una troupe de mendigos, prostitutas, asesinos y policías corruptos en busca de un golpe de suerte. Entre ellos está la prostituta Yenny, un papel que cobró protagonismo en esta versión, encarnado por Rossetto. Profundizando la ácida crítica al capitalismo salvaje que Brecht y Kurt Weill lanzaron hace casi ochenta años (de allí surge el tan citado monólogo final del ladrón Mackie, “qué es la ganzúa con la que robamos los bancos comparada con la fundación de un banco”), la adaptación incorpora datos muy actuales, como un agradecimiento a Bush, Blair y Aznar por dejar el mundo que dejan. “Después del dramatismo de la ejecución del Mackie, una tombolera vestida groncha y con voz finita lee de un papel, en un inglés mal pronunciado: ‘mister Buch, mister Bler, mister Aznar, the world needs your imagination, your dignity, and the liberty. Y la lista de agradecimientos sería interminable para todos los que hacen que el mundo sea cada vez peor. Zankiu, zankiu, zankiu’”, relata Rossetto. Sobre el final, llega un coro general: “No combatas la injusticia del mundo y así los pobres siempre lo serán. Agacha la cabeza y no pienses, y así seguro que serás feliz”.
–Bieito dijo que la eligió para el papel de Jenny porque la veía “gamberra”? ¿Cómo compuso el personaje?
–Tuve mucha libertad, y surgió todo muy naturalmente. Nos fuimos a tomar algo con Calixto y yo le pregunté “qué querés de mí, qué querés que sea Jenny”. “Quiero que seas tú”, me dijo él, “quiero que Jenny sea argentina”. Yo estaba preocupada porque pensaba que eso le iba a embrollar la puesta, pero enseguida comprendí que ésa es, justamente, su forma de trabajar. Calixto es un tipo muy abierto, que deja libres a los actores. Y además los adora, aunque según él no trabaja con actores burgueses. ¡Me encanta!
Rossetto se ríe fuerte cuando recuerda la máxima de Bieito: “Yo sólo trabajo con buenos actores, y entre los buenos actores los que no son burgueses”. Calixto Bieito es hoy uno de los directores más polémicos y requeridos de Europa, un enfant terrible del teatro, a quien se ama o se odia. Sus adaptaciones, siempre cruzadas con la actualidad, suelen provocar revuelos, críticas y elogios encendidos por igual. La de La ópera de dos centavos no fue la excepción. A su estreno en Salamanca estaba invitada toda la plana mayor del PP, incluido Aznar, que a último momento no asistió. Rossetto vuelve a reírse a carcajadas cuando describe cómo, en el entreacto, se vació la mitad del teatro. “Era muy gracioso ver a las señoras de vestidos largos, grandes tules y capelinas, huyendo despavoridas”, recuerda. “El teatro era tan fabuloso que tenía la zona de camarines con una gran terraza que daba al aire libre. Estábamos ahí descansando y empezamos a ver que la gente se subía a sus autos de lujo y se iba. ‘Quizás van a tomar algo’, pensaba Calixto. Y yo le decía: ‘¿te parece que para tomar algo necesitarán sacar el auto del estacionamiento?’. ¡Fue muy gracioso!”.
–¿Qué es lo que molesta tanto de la obra?
–Me parece que provoca, al margen de que pueda haber gente que no acuerde artísticamente. Los espíritus reaccionarios se sienten atacados. Lo bueno es que después de ese estreno pensábamos que nos iban a pegar por la calle, y el teatro se siguió llenando todos los días. Los herederos de Brecht estaban encantadísimos, nos invitaron a Berlín, decían que él hoy lo hubiera escrito así y se hubiera cargado a los poderes de esa manera. Calixto actualiza lo que pinta el original de Brecht, los poderes corruptos, la connivencia entre la mafia, la policía, el gobierno, la Iglesia. Y nombra varias cosas directamente: en la ópera se habla, por ejemplo, de una casa que se hizo el príncipe, cuando aquí se discutió mucho un presupuesto para la casa del príncipe. En realidad se carga a todo el mundo, y cualquier elemento conservador que pueda tener la gente dentro inmediatamente se siente tocado.
–¿Qué cosas puso en la balanza cuando tomó la decisión de irse a Barcelona?
–Que no tenía trabajo, ni más ni menos. Yo no quería venirme, sufrí mucho, tanto que se me secó el pelo, producto de la angustia. Busqué donde pude, no dejé de hablar con nadie, me fabricaba los más mínimos guiños para quedarme, pero no los encontré. Tal vez ahora se esté cumpliendo la famosa frase “no hay mal que por bien no venga”. Con la cantidad de momentos felices artísticos que estoy viviendo, tengo que pensar que esto no es ni más ni menos que la vida misma, una de cal y una de arena. Y el dolor suele traer crecimiento; ahora puedo discernir cuáles son las cosas importantes y cuáles son nada más que la guarnición del plato. Antes a veces se me confundían. Vivía con culpa, por ejemplo, la tozudez de seguir buscando en la Argentina.
–¿Por qué?
–Porque yo hubiera podido venir a Europa antes, las cosas estaban dadas. Y yo vivía con culpa no querer o no poder quedarme, porque había todo un entorno social que me hacía sentir que estaba mal “rechazar” un éxito en París. Escuchaba voces que me decían algo así como que tenía que aprovecharlo todo. Ahora ya no siento culpa, sé que está bien elegir los afectos, la patria de uno. Y que, después, el mundo es inmenso, si hay posibilidades, adelante, a recorrerlo, pero con la serenidad necesaria para que la avidez artística no deje escapar lo más importante de la vida.
–¿Por qué cree que se le hace más fácil trabajar afuera que en la Argentina?
–Durante por lo menos la mitad de mi vida me desveló esa pregunta, y nunca encontré respuesta. Evidentemente no tiene que ver con la comunicación, porque yo siempre tuve una comunicación fuerte con la gente de mi país y de Latinoamérica. ¿Cuáles fueron las interferencias que hicieron que las cosas me fueran aparentemente más fáciles en Barcelona...? No lo sé. Sí sé que acá todo parece seguir un curso de normalidad, quiero decir, estoy en un teatro, hago lo de siempre, vienen los directores de otros teatros y me hacen ofertas. De eso se trata, y aquí funciona así.
Rossetto se queda con esta respuesta en la entrevista telefónica, pero devuelve el llamado al día siguiente. “Me quedé pensando, no me gustó lo que contesté ayer”, dice. “No me alcanzó. Era muy lavado, y yo no soy así”. Quizás porque estaba cansada de un viaje largo y movilizante, explica. Entonces Rossetto dicta otra respuesta de un papel que garabateó apurada, del que apenas se entiende la letra. Dice Rossetto: “Durante mucho tiempo me desveló esa pregunta, por qué es más fácil para mí trabajar afuera que en mi país. Ya no le busco respuesta, aunque tengo algunas presunciones: el sectarismo, la mediocridad, el macartismo. Los que están cómodamente sentados en los sillones del poder no pueden comprender la rebeldía de la gente en general, y de los actores en particular. Un actor, para trasmitir emociones, debe estar atravesado por un sentimiento de libertad, de rebeldía, y de profunda insumisión. Los burócratas que se sienten agredidos por estos atributos son los que destruyen lo más valioso de nuestra cultura, son los que se rodean de alcahuetes para asegurarse de que nada vaya a cambiar”.
“Me encantaría instar a los jóvenes aspirantes de arte dramático a rebelarse contra esos tipos, a no tenerles miedo, y a no permitirles disponer de lo que pertenece al esfuerzo del pueblo. No sé cómo será este mundo dentro de cien años pero, de momento, veo con optimismo el futuro inmediato en mis dos patrias. Me entusiasma la voluntad del presidente Kirchner de apartar y denunciar a los corruptos. Desde aquí vivimos todo eso con gran esperanza. Y es la misma esperanza con la que ahora vemos conformarse un gobierno de izquierdas en Catalunya, con Maragall como presidente. Hay que tener paciencia... Galeano dice ‘Los invasores no son inmortales’. Pase lo que pase, haré lo que esté a mi alcance para volver a casa y encontrarme con la gente querida.”