ESPECTáCULOS › BETO CASELLA, EL CHIMENTERO QUE BUSCA EL LIMITE
Lo que se sabe y no se dice
Es un infiltrado reciente en las lides de un género al que prefiere definir como un “noticiero de la farándula”. Pero Beto Casella no adora a los famosos. Más bien los trata con cierto desdén.
Por Julián Gorodischer
Una leve excitación sobrevuela el estudio de Los Intocables. Es como un rumor que corre entre los productores y la claque: ¿Viste lo que dijo Mirtha?, de uno a otro, entusiasmados por el duelo que involucra a Beto Casella. El panelista se incorpora al sistema de peleas, esa “fija” del programa de chimentos que no deja a nadie afuera. Lo que la Señora dijo es que se mire al espejo antes de hablar mal de ella. Si pudiera asignarse al género un sonido, sería el murmullo: como un cotorreo, una base permanente de vocecitas y vozarrones. Los panelistas (la raza más extendida de la tele), como kamikazes, buscan presas y tiran bombas para abonar el espectáculo o para evitar ese horror: el vacío. En el round, habrá variantes de gladiador que abarcan al ladero fiel que defiende a su protegido (Daniel Gómez Rinaldi, o “la vida por Susana”), el maldito por fuera de todo término moral (Luis Ventura, Jorge Rial) o la aspirante a diva que reproduce las reglas de la guerra de vedettes (Viviana Canosa).
A Beto Casella, en cambio, le gusta definirse como un “cuñado borracho”. Si el ladero es el defensor de ausentes y el villano es el que tira la piedra del escándalo, el cuñado es una novedad en el programa de chimentos (Los Intocables, de lunes a viernes a las 14 por América): un infiltrado que hace negocio con su propia disidencia y es como una conciencia crítica que exculpa aunque sea un poco. El cuñado borracho es la última adquisición del género, punto de quiebre en el que se incorpora la vacilación a las fauces del equipo de espías. El cuñado neutraliza el voyeurismo incontrolable, agrega un reparo que siempre claudica y toma distancia con una risita socarrona que se escucha de fondo. Se pelea con los “capos” (Mirtha, Sofovich) y recibe el reto fingido del componedor (Horacio Cabak).
–Soy el cuñado hijo de puta –asume Casella– que se te emborracha y te arruina el casamiento. ¿Por qué no pagás lo que debés antes de hacer una fiesta tan fastuosa? Yo me sorprendo de verme adentro de peleas mediáticas: llegué sin el chip de la cautela y la diplomacia, pero no sobreactúo; no soy un actor de variedades.
–Es el modelo del panelista en disidencia.
–Aportar datos de la vida privada es para discutir. Yo no hubiera “primereado”, por ejemplo, con las cartas de Juan Castro. A mí hacerlo me hubiera parecido mucha responsabilidad, hubiera tenido dudas sobre si eran ciertas, hubiera pensado que mostrarlas me quemaba, aunque después haya creído que era un material valioso para conocerlo mejor.
–¿Y sus reparos ante la difusión de material robado?
–Depende de lo que contenga el material: si está el príncipe Guillermo pegándole a Máxima, no podemos participar de eso. Pero si el video lo afanó un jugador de polo que estaba comiendo con ellos, y no los daña, ¿por qué no mostrarlo? Pero hay límites: mandaron unas fotos de Silvio Soldán desnudo, poniéndose en cuatro, como un animalito, como un taxi boy, tocándose, y yo no hubiera aceptado publicarlas o mostrarlas todas. Ventura es un kamikaze, pero así y todo publicó sólo algunas.
No existió igual pudor frente a temas de mayor impacto (el suicidio de la mujer de Pipo Cipolatti, la muerte de Castro). Pero el escándalo sexual no ingresa a las tardes de la tele. La frase se escucha en los pasillos: “¡...mirá si lo diéramos al aire!”. Técnicos y claque sienten el privilegio de saber el nombre de la engañada y guardárselo. En un punto, el “noticiero de farándula” (como lo llama Casella) es un extraño espacio donde se legitima (con rating de siete puntos promedio) la anulación de lo moral y se propone hablar de otros, inmiscuirse en sus alcobas sin exponerse uno, hurgar en su basura (como hizo Chiche Gelblung), en su correspondencia, en sus videos caseros o plantarles una cámara oculta transgrediendo todas las reglas del “civismo” televisivo, bajo la premisa de que la intimidad de las “estrellas” es una forma de la ficción.
–En la profesión también hay un código –sigue Casella–. No van a delatar al marido infiel; el especialista en chimentos sabe barbaridades que se guarda: parejas de a cuatro, operaciones, enfermedades jodidas. En algún lugar, es piadoso.
–¿Es piadoso o niega una zona de lo sexual?
–Yo prefiero creer en ciertas reglas del chimentero, terrenos en los que no se mete: no delatan a un casado que ven entrar a un telo, no le van a complicar la vida familiar a un tipo. Habría una mirada de reproche del propio público.
–¿Qué parte de la agenda del programa incluye al “escándalo inventado”?
–Hay una complicidad atenuada: se comprobó que el público no es pelotudo y una falsa pelea entre vedettes te emberreta el producto. El auspiciante se retira, como pasó en el caso de Zap (en Canal 9, conducido por Marcelo Polino), de rating alto pero sin avisos. La tele se autodepura para no hundirse en sí misma; un mediático es pan para hoy y hambre para mañana.
–Su función es, también, la de poner en duda el duelo, cuestionar un romance...
–Cuando lo huelo, lo digo: todas las parejitas de Cabré y Martínez han tenido que ver con potenciar parejas de la ficción. Ellos no se enamoran de nadie: después de los diez puntos de rating ya no sentís nada ni por tus hijos. Se compran su propio reality, y les cambia el tono de la voz. Cuando pasan los veinte entran en una locura peligrosa para atención psiquiátrica.
–Como si sólo los famosos vivieran a máxima velocidad...
–Sí, pero hay un punto en el que es peligroso. Si abordás a Zulemita, no lo podés remitir al embarazo, nacimiento y divorcio. Siempre que se hable de Zulemita habrá que recordar que un juez investiga su cuenta y la de su papá para no incorporarla graciosamente al mundo de la farándula. ¿A qué se dedica? ¿Por qué vive en un piso carísimo en Miami? El noticiero de farándula, a veces, ayuda a lavar esas culpas.