ESPECTáCULOS › “LA SOLEDAD ERA ESTO”, DE S. RENAN
Un cambio para Charo
Basada en una exitosa novela de Juan José Millás y filmada en España con elenco y personal técnico casi íntegramente de ese origen, La soledad era esto recuerda aquellas películas de Raúl de la Torre con Graciela Borges o las que Oscar Barney Finn ponía al servicio de Julia Von Grolman. Como en ellas, la protagonista del último film de Sergio Renán es una señora de buena posición, que un buen día toma conciencia del lugar suntuario que parecería ocupar en la vida, iniciando a partir de allí un proceso de descubrimiento personal que termina conduciéndola –por supuesto– a una mejor versión de sí misma. Pasaron veinte o treinta años desde aquellas películas, y el tiempo pasado hace sentir todo su peso sobre La soledad era esto.
Como en los casos de Borges y Von Grolman, también aquí la protagonista es una mujer hermosa, una Charo López de pelo mucho más corto que en sus tiempos de esplendor. La muerte de la madre pone en crisis a Elena, al descubrir, con la lectura del diario íntimo de aquélla, que no está haciendo otra cosa que repetir un destino no precisamente envidiable. Es justamente eso lo que le permite redirigir su vida, en momentos en que ésta parecería encaminarse a su definitivo otoño. Rechazada por su propia hija (Ingrid Rubio) y tratada despectivamente por su hermana (Ana Fernández), Elena descubre sin embargo que su principal problema duerme con ella todas las noches. Al detectar una infidelidad de su marido (Ramón Langa), decide contratar a un joven detective privado llamado Doro (Iñaki Font) para seguirle los pasos. Pero toma enseguida una decisión algo más infrecuente, encargándole al sabueso (que no la conoce personalmente) que investigue... a ella misma.
La premisa podría dar para una comedia, pero no es el caso. Aquí, lo que se establece entre investigador e investigada es una red bastante más perversa. No sólo por la más o menos previsible corriente erótica y voyeurística que se establece entre ambos –con el marido como vértice de un triángulo imaginario–, sino también por el hecho de que al detective le quedan pocos meses de vida. Lamentablemente, es el personaje de Doro el que pone la muy calculada puesta en escena del film al borde del ridículo y la inverosimilitud total, tanto por su condición de poeta y guitarrista amateur como por una involuntaria propensión a funcionar como émulo del inspector Clouseau. El colmo de esto es cuando se inmiscuye en un estudio de grabación de mínimas dimensiones, presenciando un diálogo entre marido y mujer, a un par de metros de distancia y precariamente escondido tras una consola. Allí, es como si La Pantera Rosa se hubiera cruzado con un anacrónico melodrama burgués, con resultados poco alentadores.