ESPECTáCULOS › TOMAS ELOY MARTINEZ ENTREGA ALGUNAS PISTAS SOBRE SU PROXIMA NOVELA
“Yo no escribo para complacer al lector”
Luego de participar en el Congreso Mundial de Bibliotecas, el escritor viajó a Tucumán, donde la TVE realiza un documental sobre su vida. A fines de este año comenzará su nuevo libro, una mirada sobre la dictadura a través de los que defendían a los militares.
Por Angel Berlanga
Inauguró en el Teatro Colón el Congreso Mundial sobre Bibliotecas e Información con un discurso brillante y después partió hacia su Tucumán natal, donde la Televisión Española está realizando un documental sobre su vida. “No es que haga tantas cosas, eh”, dice Tomás Eloy Martínez, 70 años cumplidos el mes pasado, autor de libros como La novela de Perón, Santa Evita y Lugar común la muerte, insoslayables entre los escritos por autores argentinos en las últimas décadas. En la primera mitad del año publicó su sexta novela –El cantor de tango–, fue una de las figuras centrales en el homenaje a Cortázar en Guadalajara y dio un curso a graduados en la Universidad de Nueva Jersey, donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos. “Ahora estoy en una sucesión de viajes que no va a parar hasta fin de año”, dice con respecto a la segunda mitad, en la que se reeditaron La pasión según Trelew y Las vidas del general. En noviembre participará del Congreso de la Lengua de Rosario. “Y en diciembre –agrega– paro, me encierro y me dedico por completo a escribir otra novela: ya tengo el narrador, la historia, las voces...”
–¿De qué tratará esa novela?
–Es sobre la vida cotidiana durante la dictadura militar contada desde la derecha, desde la gente que aprobaba el golpe, a la que le parecía bien todo lo que pasaba. La gente que iba al cine, al teatro, a las escuelas... Eso potencia, me parece, el horror. La ignorancia, la ceguera, potencian el horror. Me parece que es un modo más cercano de contar lo que vivió el país. La historia registra los campos de concentración, los torturados; me parece que importa, también, contar este otro lado.
–¿Cómo le juega para la construcción haber estado exiliado durante la dictadura?
–Justamente, como estuve en el exilio, sentí que tenía una asignatura pendiente. Desconozco qué pasó en ese tiempo en el país, con la gente; desde afuera nos hacíamos muchas conjeturas sobre qué pasaba en esos años. Era algo que tenía que contar, vivirlo de alguna manera, aunque sea vicariamente. La narradora es una mujer a la que le matan el marido. Es cartógrafa y su familia es muy pro-dictadura, de esas que dicen “los militares no hacen eso, no hay crímenes”. Y un buen día, treinta años después, cuando ya es mayor, oye una voz a sus espaldas y es el marido, que tiene la misma edad que cuando ella lo vio por última vez, y no es un clon, ni el hijo, ni el hermano, ni es ciencia ficción, ni nada: es el marido. Alguna gente me dice: “Otra vez, por qué volver sobre eso”. Bueno, respondo, porque si no resolvemos las pesadillas del pasado, las vamos a prolongar en el presente y en el futuro. Quedaron muchos puntos oscuros, y yo quiero resolverlos para mí. Uno escribe las ficciones para sí, para responder a preguntas muy personales. Creo que todo escritor comienza a trabajar así, despreocupado por el lector. Y después el libro sigue su destino. Yo cuento las cosas como me gustaría que me las contaran a mí.
–¿Cómo percibe su obra la crítica literaria?
–En verdad, no tengo mucha idea. Y para ser franco, tampoco me importa demasiado. No haría mi obra si me detuviera a pensar cómo es percibida por el otro: estaría preocupado por complacerlo. Y eso no está en mis planes. Y mucho menos complacer a la minoría que puede componer el gueto literario.
–Pero leerá las críticas de sus libros.
–A veces. Si me las acercan, y tengo tiempo, las leo. Pero no las busco. En general me mandan las críticas alemanas o italianas, o inglesas, en las que aparecen observaciones sobre mi obra que valen la pena. Pero en el país hay muy poca crítica. Y creo que a mucha de la gente que hace crítica en la Argentina no le gusta la literatura. Entonces, ¿para qué detenerse a pensar? Es gente que tiene intereses de grupo, de sector. Afuera se presta mucha atención a la construcción de personajes, a la resolución de la arquitectura de los textos; aquí eso está desdeñado en provecho de ciertas soluciones verbales. Entonces, bueno... No es mi mundo. Cada quien defiende su mundo como puede. Si mi obra no les gusta a los críticos, está bien para ellos y para mí también.
–¿Por qué eligió vivir en Estados Unidos?
–Siempre lo digo: yo trabajo ahí y vivo aquí. Lo cual, en estos tiempos de velocidad de las comunicaciones, no es tan extravagante, siempre que te faciliten el traslado de un lado a otro. Sucede que allá tengo calma para trabajar: puedo seguir una rutina, algo imprescindible para la escritura. Lo rutinario permite que la imaginación se suelte. Cuando uno está recortado del mundo se trabaja mucho mejor, porque se siente la libertad interior, que es lo que realmente importa en la ficción. Encuentro ahí el silencio, condiciones de vida muy favorables. De vez en cuando me harta: extraño Buenos Aires, y me gustaría poder ir a un bar o a caminar por Charcas o por San Telmo. Pero en un momento dado hice una elección de vida: desde chico no quise hacer otra cosa que escribir. Tenía la posibilidad de hacerlo y me decidí a hacerlo con todo. Tengo toda la energía puesta ahí.
–¿Está al tanto de cómo funcionan aquí las bibliotecas?
–Sé que la Biblioteca Nacional estaba en una condición calamitosa, con robos internos y discusiones. Ahora hay una administración mejor, con personas valiosas como Elvio Vitali y Horacio González. Tal vez pueda salirse adelante. También hay cierta voluntad de mejoría en las bibliotecas municipales.
–¿Cómo observa al Gobierno en materia cultural?
–Yo creo que el Gobierno debería preocuparse más por la cultura y dialogar con los intelectuales disidentes, porque muchas veces son una caja de resonancia en el exterior, donde discuten sobre los problemas nacionales. Hasta Bush, que es un ignorante de marca mayor, sabe que es valioso el diálogo con los intelectuales disidentes. Es una forma de oír alguna observación importante sobre el país. Se les podrá o no hacer caso, pero es conveniente prestarles atención. El otro día, un funcionario se preguntaba cómo podría aprovecharse la enorme inteligencia argentina que hay afuera. Le dije: “Pídanle a Barenboim, a Martha Argerich, a César Pelli que hablen a favor de los problemas del país, que expliquen cuáles son, y que se constituyan en auxiliares ante los foros internacionales a los cuales tienen acceso”. Pero en general los intelectuales no quieren verse mezclados con los gobiernos, sienten que quedar pegado a los funcionarios es negativo. Efectivamente es así, es un viejo prejuicio argentino. Pero sería un gran paso adelante que el Gobierno los convoque de vez en cuando, y dialogar.