ESPECTáCULOS › “SONATINE”,UN CLASICO EN LA FILMOGRAFIA DEL NOTABLE JAPONÉS KITANO
Fábula de un artista de la aniquilación
El director regresa hoy a la cartelera de Buenos Aires con la película que, una década atrás, lo consagró internacionalmente, de la mano de Quentin Tarantino. Los films de yakuzas nunca fueron los mismos después de esta historia triste, solitaria y final.
Por Horacio Bernades
Es rara la forma en que se ha ido conociendo en el país la obra de Takeshi Kitano, sin duda uno de los nombres esenciales del cine contemporáneo. La parte más reciente de su obra se estrenó en condiciones regulares y sin mayores atrasos. Es el caso de Flores de fuego (1997), El viaje de Kikujiro (1999) y Brother (2000), último film de Kitano por unos días más: a fines de agosto se presentará en el Festival de Venecia su último opus, Dolls. Intersectados entre estos estrenos “normales”, films anteriores llegaron a la cartelera en condiciones algo más irregulares: con un sensible retraso, en formato de video ampliado y copias que distan del ideal. Así se vieron la inicial Violent Cop (1989) y su tercera película, Escenas frente al mar (1991), y es ahora también el caso de la película que lo consagró en Occidente, Sonatine, de 1993, estrenada en su momento en Estados Unidos con el aval de uno de sus admiradores más notorios, Quentin Tarantino.
Realizada justo antes del accidente que lo dejó con el rostro cruzado para siempre por un tic espasmódico, Sonatine representa un punto nodal en la obra del cómico de televisión y cineasta de culto, que recoge e integra disímiles desarrollos de films anteriores, anticipando, a la vez, buena parte de su obra posterior. Raro cruce del cine ultraviolento que Kitano exploró en Violent Cop y Boiling Point, y de la faceta contemplativa que afloraba ya en Escenas frente al mar, Sonatine prefigura la reflexividad y poesía visual de Flores de fuego, así como el humor gráfico y naïf de películas como Getting Any? y El viaje de Kikujiro. Realizada con técnicos y actores que pasarían a integrar el elenco estable de la casa, la cuarta película de Kitano se presenta claramente dividida en dos movimientos opuestos y complementarios. Mientras su primera parte responde al modelo clásico de película de yakuzas, la segunda coloca a esos gangsters al borde del absurdo y la nada. Es como si el Clint Eastwood de Harry el Sucio se hubiera chocado con Antonioni, Samuel Beckett, Buster Keaton y el Godard de Pierrot el loco, todos fundidos en abrazo mortal.
El comienzo presenta a Murakama, el “pesado” que encarna el propio Kitano, cumpliendo su tarea: aprieta a un pobre comerciante al que más tarde hundirá en el mar, reprende a un adolescente que se porta mal, le da una paliza en un baño a un superior que lo tiene entre ojos y ocupa su lugar dentro del escalafón de la yakuza (la mafia japonesa), impartiendo respeto y encerrado en un hermético laconismo. Un par de referencias al paso señalan que ese lugar se mantiene a fuerza de actuar, no sólo en términos de acción sino de representación, y un raro momento confesional lo confirma: aunque no esté dispuesto a dejarlo ver, Murakama está harto y quiere retirarse. Como indica el canon genérico, deberá cumplir antes una misión que tal vez sea la última, reuniendo a un pequeño ejército de leales y partiendo todos a la isla de Okinawa, para poner orden en una guerra entre clanes. Por más que huela a gato encerrado, se sabe que rechazar esta clase de pedidos puede significar la muerte. Aceptarlos, también: como todo film de gangsters, Sonatine es una tragedia hecha y derecha.
Como peces fuera del agua (¿será por esto que la primera imagen es la de un pez atravesado?), en Okinawa, Murakama y los suyos no se veránenfrentados a la acción sino a la espera, el vacío, las horas muertas. ¿Qué hace un gangster cuando no tiene nada que hacer? Se saca la careta de malo y se comporta como un chico. Se calza ridículas camisas floreadas, juega bromas pesadas y hace fogones y jueguitos en la arena. A esa altura, el film de yakuzas derivó en película playera-adolescente, con amistades homoeróticas, chistes y hasta algún amor de verano, como el de la chica que se enamora del impasible Murakama. El tiempo muerto se impone sobre el tiempo fuerte, y la digresión y disrupción sobre el relato lineal. Obviamente, todo esto aparece jaspeado por relámpagos de tiros, arte rítmico y plástico que Kitano domina como nadie y decanta aquí en tres balaceras de antología: en un bar, un ascensor (tan concurrido como aquel camarote de los hermanos Marx) y en medio de un apagón. En esos momentos, lo real parecería quedar en suspensión. Todo se convierte en arte abstracto y fuera del tiempo; es el puro reino del bello, preciso y matemático brochazo color rojo sangre. Si Kitano es un consumado artista de la aniquilación, pocas veces ésta sonó más bella, solitaria y final que en Sonatine.