SOCIEDAD › AUNQUE FUE MASIVO, HUBO MENOS GENTE EN SAN CAYETANO POR LA CRISIS

Ni para el boleto hasta Liniers

Miles y miles de personas pasaron por el santuario para pedir trabajo. No hubo cifras oficiales, pero sí una coincidencia de que el número de peregrinos fue algo menor que otros años. La explicación fue que no hay plata ni para viajar.

 Por Alejandra Dandan

No hay carteles indicadores, pero no hacen falta. Miles y miles de personas apiñadas sobre la calle Cuzco en Liniers repiten ofertas ambulantes de todo género. Miel de abejas, queso de cabra, promociones de buzos y pulóveres a dos pesos, milanesas de soja o incluso el clásico: dos espigas con la imagen de San Cayetano, a un peso. Tal vez esa haya sido la manifestación más potente de la crisis en la celebración del día de San Cayetano. Hubo miles de personas, pero quizá menos que otros años. Nadie aseguró oficialmente si fueron más, o la crisis también trastrocó el tránsito de quienes se acercan cada año a la iglesia de Liniers. El arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, ofició la celebración central. En su homilía tabuló las dimensiones y el impacto social de esas colas que cada 7 de agosto obligan a detener al mundo: “Esa fila que reclama la atención del Señor y de los hermanos tiene que contagiar todas las marchas, todas las manifestaciones que se hacen en la patria”.
La concentración frente a San Cayetano tuvo las imágenes de otros años: gente en torno a la iglesia y dos colas largas, cargadas de bultos, sillas y frazadas que se extendían desde Cuzco hasta la cancha de Vélez. Desde el 26 de junio hubo peregrinos instalados ahí, esperando que llegara el día de ayer sólo para saludar al santo. En esa espera se fueron armando 120 carpas y detrás de ese campamento también surgió aquel mercado popular donde Ana Zuk, por ejemplo, encontró un lugar. Esta vez decidió dejar sus cinco años de carrera como penitente para colarse vendiendo espigas entre la gente: “Vine hace años por una promesa –dice–, ahora para ganarme un peso”.
Amalia Giusti es una empleada de La Bolsita Milagrosa, una de las santerías más grandes ubicadas frente a la iglesia. El lugar parece estratégico para las ventas, el día también, pero lo que falla es el contexto: “Calculá, corazón –explica–, un 50 por ciento menos de venta”. El diagnóstico le sale fácil: “Y es así, ponele, desde el atentado a las torres: acá el año pasado, y a esta hora, tenías la gente que se te metía en el negocio como avalancha”. No hace falta preguntar más: el local hoy está casi vacío. Ella insiste: “Antes éramos siete empleados y no dábamos abasto”. Ahora son tres.
En tanto, fuera de ahí se oye algún padrenuestro por los altoparlantes de la iglesia. Allí se cuela el susurro de una de las visitantes detenida ante una imagen del santo, hoy en oferta: “La estatuita –dice– la dejo para el año que viene”. Se llama Gisel Silva, es una de las que llegan por primera vez. Vino, dice, porque quiere recuperar un puesto de trabajo parecido al que perdió hace un mes. “No, no me despidieron –aclara–: tenía problemas con mi jefe y renuncié.” Aún no sabe si lo del santo funciona, si es una leyenda popular o si solo es una cuestión de fe. Como Griselda Alonso, su compañera de espera e instructora en esta especie de viaje. Ella no pide trabajo, es maestra en un jardín de infantes de Moreno, uno de los lugares del conurbano por los que anduvo cerca el propio Paul O’Neill. “¿Quién?”, pregunta Griselda. “Ah, sí –dice–, algo escuché.”
A unos metros de las dos muchachas comienza el vallado que ordena el tránsito de los que esperan entrar a la iglesia. Detrás del cerco hay dos filas, una más rápida, otra muy lenta. “Esta vez todos avanzan más rápido que otros años”, dice uno de los voluntarios, encargado de organizar el asunto de las colas. Para algunos, esa velocidad fue uno de los indicadores de la caída en la cantidad de gente. “Es probable que hoy haya un poco menos”, decía a la tarde monseñor Jorge Lozano, obispo del
Vicariato de Devoto. Para Lozano, la causa fue la crisis: “Algunos antes llegaban con su familia, esta vez lo hicieron solos”. El boleto del colectivo es muy caro para todos.
En tanto, en la cola, una mujer tira del brazo de uno de los voluntarios:
–¿Puedo pasar? –le pide. Pero él no responde. La mujer se queda ahí esperando y ahora sí, él va explicando que nadie puede meterse en la fila, ni a ver al santo sin esperar. La mujer, que ya es abuela, debería hacer la cola y para eso retroceder quince cuadras hasta alcanzar la punta sobre los bordes de la cancha de Vélez.
–No puedo, a esta edad... –dice enseguida ella, a punto de desinflarse–. María Hortensia Prado, así se presenta, tiene unos ochenta años y más ganas de entrar a la iglesia que otros años. Esta vez, dirá más tarde, el motivo es fundamental: su esposo se murió hace catorce días. Después de eso no explica más, no puede, se queda llorando.
Pocos minutos más tarde, ella habrá podido entrar, pero quien no lo consigue es ese hombre fornido que ahora avanza sobre el voluntario:
–¿Puedo entrar? –pregunta y la respuesta para Juan Aragón, 46 años, desocupado y obrero metalúrgico con 20 años de fábrica, será irremediablemente un “no”. “¿Qué vengo a pedir acá? –dice–. Lo que vienen a pedir todos: trabajo.” Y enseguida explica lo efectivo de un trámite ante San Cayetano: “Vengo acá, en Plaza de Mayo no pido, primero por el problema del sistema monetario: no tengo una sola moneda”.

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