ESPECTáCULOS

Una tempestad de gritos

(Extracto de la versión escénica de Roberto Villanueva)

Otra experiencia me ocupó un momento: golpeé alrededor del ataúd para saber si, por casualidad, había algún vacío, a derecha o izquierda. Por todos lados el sonido fue el mismo. Di también ligeros golpes con el pie; me pareció que el sonido era más claro ahí.
O era tal vez el efecto de la sonoridad de la madera.
Comencé a empujar suavemente, con los brazos delante, con los puños.
La madera resistió.
Empleé las rodillas, arqueándome sobre los pies y los riñones.
No hubo ni un crujido. Terminé por emplear toda mi fuerza, pujaba con el cuerpo entero, tan violentamente que mis huesos moribundos gritaban.
En ese punto me volví loco.
Hasta ese momento había resistido al vértigo, a las oleadas de rabia que subían en mí como una humareda de ebriedad. Reprimía sobre todo los gritos, porque comprendía que, si gritaba, estaba perdido.
Y de repente me puse a gritar. Aullar. Era más fuerte que yo.
Los aullidos salían de mi garganta. Pedía socorro con una voz que no conocía, que me volvía loco a cada llamado, gritando que no quería morir. Arañaba las maderas con mis uñas, me retorcía en convulsiones de lobo encerrado.
¿Cuánto tiempo duró esta crisis?
Lo ignoro.
Pero aún siento la implacable dureza del ataúd donde me debatía, escucho todavía la tempestad de gritos y sollozos que llenaban esas cuatro tablas.
Con un último destello de razón quise detenerme, pero no pude.

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