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Un antídoto para el salto generacional
Por Eduardo Fabregat
Si aún no lo intentó, por las razones que sean, la experiencia vale la pena. Cualquier individuo con medio dedo de frente sabe reconocer las diferencias generacionales como el primer bache del puente entre padres e hijos, el momento en que la adorable criaturita se convierte en juez de sus mayores y éstos quedan a su vez empantanados en la incomprensión de los nuevos códigos. Pero por suerte está la cultura. Y dentro de la cultura, otro toque de fortuna, existen Los Beatles.
Hace ya más de una década, en el estadio de River, Paul McCartney dio un show inolvidable. No sólo por la impactante puesta en escena y la criteriosa selección de canciones (se sabe: no toda la carrera solista de Macca tiene la solidez de un Band on the run, un Tug of war o, más cerca en el tiempo, un Driving rain), sino por esos himnos de Liverpool que pusieron la carne de gallina y, a pura emoción, resolvieron cualquier bache entre los viejos carrozas y sus pibes, a los que habían llevado para mostrarles a ese tipo y para hacerles escuchar un soundtrack esencial del final del siglo XX.
No están los otros tres y la visión de un DVD no es lo mismo que estar ahí, pero el New World Tour consigue transmitir algo de esa emoción, esa combinación de alegría y melancolía por lo irremediablemente perdido –los sixties y Los Beatles poniéndole magia a Pepperland, la ilusión de que Lennon y McCartney endulzarían los tímpanos del mundo por siempre–, esa pasión en la búsqueda de la canción perfecta. Mejor aún: esa simple cajita proporciona otra inmejorable manera de disolver cualquier cuestión generacional y unir todos los puentes, hacer que un padre y sus hijos (de 19 años, de 7, de sólo cinco meses) puedan compartir el milagro de que el tiempo no exista, las cronologías no importen y todos queden suspendidos en el delicioso limbo de unas canciones sin edad, compartiendo algo que no se puede explicar –ni confundir– con las palabras.