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“Como no podía ser de otra manera, después de la rambla todos fueron a cenar al Club Peñarol, un restaurante alejado del centro donde Barquina había reservado una gran mesa.
El ingreso de Troilo arrancó aplausos, palmadas y apretones de manos, pero cuando un admirador lo comparó con el zorzal, Aníbal reaccionó:
–No, no se equivoque, Gardel era el tango. Era Buenos Aires, la noche, el día, la copa.
Los mozos comenzaron a traer botellas de vino tinto, y llenaron los vasos para el tradicional brindis. Uno de los músicos preguntó:
–Y, ¿qué le pareció, Aníbal?
Pichuco se estiró el saco hacia abajo con ambas manos, giró el cuerpo con un pequeño movimiento, e inclinándose hacia adelante, como si hablara a un micrófono imaginario, respondió:
–Hoy se escuchó tango, muchachos, y eso no pasa todas las noches.
Todos levantaron sus copas. Aníbal se dirigió a los músicos:
–Gracias. Gracias, muchachos, por tanta nobleza. A ustedes –dijo mirando a Marino y Ruiz– por las palabras que dejaron flotando en el aire. A los jóvenes –mirando a la Beba y a Cardozo–, por haberle puesto el cuerpo al tango, y a ustedes, qué puedo decir de ustedes –refiriéndose a Paquito, Zita y Baruqina–, gracias por quererme tanto.
–¡Salud! –repitieron todos y brindaron.
* Fragmento de Alma de bandoneón,
biografía novelada de Aníbal Troilo, de Gustavo Nahmías.

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