Miércoles, 21 de marzo de 2012 | Hoy
LA VENTANA › MEDIOS Y COMUNICACIóN
Miguel Molina y Vedia asegura que en nuestros muros de Facebook hay cadáveres que constituyen una irrupción inconsulta de la crónica morbosa, de la que no se puede escapar sino a posteriori, con el hecho consumado.
Por Miguel Molina y Vedia *
Entreverados con minucias cotidianas, recuerdos visuales de celebraciones y veraneos, aforismos al paso que aspiran a la aprobación general y fragmentos escogidos de la industria cultural, aparecen sin pedir permiso las imágenes del horror. Podríamos decir, parafraseando a Perlongher, que en las actualizaciones de los amigos que no son tales pero así son nombrados, en nuestros muros de Facebook hay cadáveres. Irrupción inconsulta de la crónica morbosa, de la que no se puede escapar sino a posteriori, con el hecho consumado.
A partir de varios casos recientes, se estuvo discutiendo acerca de la responsabilidad de las empresas mediáticas en la difusión de imágenes escabrosas del ámbito privado con fines sensacionalistas. Tras el trágico accidente de tren en la Estación Once, esta problemática se vio potenciada por la intervención de testigos y sobrevivientes que, aun sin el móvil comercial que anima la voracidad de la actividad paparazzi, registraron fotografías y videos en pleno desastre para luego enviarlos a diversos medios de comunicación, o bien hacerlos circular por las redes sociales informáticas. Este fenómeno nos lleva a pensar que la emergencia de la cuestión va más allá de los intentos evidentes de aprovechamiento político de las muertes por parte de grupos mediáticos enfrentados con el gobierno nacional.
La publicación aviesa de imágenes ominosas tiene una dimensión política, pero que excede los avatares de la coyuntura inmediata. Por cierto, una genealogía del asunto debe remontarse necesariamente a aquel “show del horror” con el cual los medios colaboracionistas de la última dictadura militar se solazaron durante la transición a la democracia. Su herencia desborda a aquellos que hoy siguen profesionalmente los preceptos de aquella modalidad periodística y abarca a un conjunto amplio de usuarios-consumidores. Hasta tal punto se ha naturalizado la difusión de escenas terribles bajo la excusa del registro documental o la imperiosidad de la denuncia, que la mera enunciación de una crítica respecto de tales prácticas resulta sospechosa de connivencia con los responsables de la calamidad exhibida. El ensayista Alejandro Kaufman ha señalado con perplejidad la reacción que generó en nuestro país la nula difusión de fotografías de los cuerpos de las víctimas tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Para muchos argentinos, sin distinción de simpatías políticas, tal ausencia era atribuible a un reprobable acto de censura estatal, como si esas imágenes faltantes fueran un material necesario e ineludible para comprender el hecho.
Bibliotecas enteras de debates acerca de la representación del horror son vapuleadas por la circulación banalizada de escenas chocantes: maltrato a los animales, niños desnutridos, cuerpos mutilados forman parte de este repertorio de atrocidades. Hasta hace algunos años, las cadenas de mails eran el medio de propagación privilegiado de estas fotografías. Ciertos indicadores en el asunto y el encabezado de los correos permitían aún ponerse a cierto resguardo ante estos envíos. La inmediatez del muro de Facebook cancela esa posibilidad y nos expone al morbo presuntuoso de nuestros contactos.
La interacción en las redes sociales está atravesada por la apología del acto de compartir. La puesta en circulación pública de estas imágenes nos informa de un consumo que ya no es realizado de manera culposa y secreta, sino que se esgrime con propósitos aleccionadores y denuncialistas. Ni siquiera se apela a la coartada de la amoralidad, en la que, por ejemplo, se escudan los dramas y realities forenses de los Estados Unidos, sino que directamente se aspira a obtener una certificación de probidad y solidaridad con el prójimo por el mero hecho de mostrar el horror, y acompañarlo de alguna muestra ostentosa de indignación. Si mediante las galerías de fotos personales los usuarios compaginan una versión venturosa de la propia vida, con estas viñetas ignominiosas pretenden informarnos de su superioridad moral. El goce truculento es hoy presentado con los ropajes de la buena conciencia.
* Docente-investigador. Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
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