Por Sonia Scalise*
Ir al cine sola un sábado a las 11 de la mañana es para mí un enorme gusto, uno de esos momentos que anhelo, atesoro y espero con emoción.
Llegar con tiempo, elegir la mejor butaca, tomar un cafecito mientras empiezan a pasar las publicidades. Acomodarme en mi asiento, sacarme los zapatos y empezar a disfrutar la película elegida para la ocasión; porque tiene que ser una película añorada, una de la que ya leí las críticas, me interioricé del reparto y rastreé datos de la filmación.
Mirar la pantalla gigante, dejarme atrapar por una historia, zambullirme en esos colores, escuchar y vibrar con la música; reír a destajo; llorar hasta quedarme sin carilinas; temblar de miedo; que se me paren todos los pelitos de pura emoción; observar cada detalle: los lugares, los actores, las escenografías. Quedarme con los ojos bien abiertos. Eso es para mí el cine, la posibilidad de navegar, volar, fantasear, jugar a que eso que pasa en la pantalla realmente está pasando. Por eso es tan importante que en el cine no haya luces, que esté bien oscuro. La oscuridad ayuda a encender la magia.
Cuando la película termina y las luces se encienden, me pongo los zapatos y soy la última en irme. Mientras camino voy recordando la historia que me contaron y que yo creí, saboreando el gusto dulce que tiene el darme permiso, todavía, para soñar.
* Lectora.
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