PLACER › ROMANTICISMO
Flores y poesía
La puerta de un jardín de invierno sirve de entrada a un local, Savia, en el que se ofrecen, de igual a igual, flores y poesía. Esos regalos que buscan tanto los que se queman en pasiones fogosas –capaces de hacer arder también los bienes de uso– como los que transitan las aguas mansas del amor. Sin duda, un lugar para románticos. Incurables.
Por Marta Dillon
A ese corazón es posible abrazarse, tan ancho y tan rojo sobre su soporte de patitas de hierro, corazón ofrenda que reina en la vidriera sin decir por qué ni para qué domina el reflejo del vidrio que a media tarde devuelve las ramas todavía desnudas de las tipas de la calle. ¿Qué es esto? ¿Qué son esas arterias verdes, capuchones de hojas de gomero que emergen del sombrero amarillo sobre las mejillas rojas de la cara de un corazón que parece que va a latir pero espera? Espera en silencio, erguido sobre las lágrimas de poeta, pesadas bolas de vidrio como vibrantes gotas de rocío al alba, como lágrimas dibujadas en ojos de animé japonés, que nada dicen sobre que aquí, detrás de esta vidriera se ofrecen flores y poesía. ¿Flores? ¿Dónde están las flores si sólo se ven desde la calle las venas verdes que se bifurcan en la superficie de philodedrum dibujando ojos vacíos en el cuerpo vegetal de la hoja? Podrían ser alas también esas hojas que emergen del corazón y se angostan en los conos blancos de dos calas, o al menos eso podría decir un poeta cursi y entregado a lo primero que le dan sus ojos. Corazón alado en la vidriera de un local que vende objetos que no son tales, porque ni las palabras ni las flores, en definitiva, son objetos que se puedan conservar iguales, sujetos a cambios diarios. Las flores porque siguen el ciclo del que han sido arrancadas, las palabras porque aunque estén impresas son distintas cada vez que el lenguaje las desafía y el lector las hace bailar en la música de la mente.
Esto es Palermo, algunas de las denominaciones nuevas que adquirió Palermo después del aquelarre de travestis y vecinos, locales de diseño, chicas raras vestidas para caminar en Nueva York y chicos que gustan de pintarse las uñas, batirse el pelo o caminar lánguidos como escapados de un cuadro de Goya. Pero con pearcing. Es Palermo al fondo, donde la vía corta la magia como a un queso, con su puesto de choripán y obreros sentados sobre los rieles que no están muertos pero parecen. Y éste es un local como tantos, neto, se podría decir viendo el gran rectángulo de vidrio de su escaparate, las letras negras de su nombre, el blanco del frente. Pero este local guarda sus secretos invisibles. Este es un lugar cuyo dueño ha querido proteger ocultando fragmentos de su historia debajo de la carpeta de cemento alisado que da la bienvenida: “Acá están mis escudos guardados a lo Tutankamon”, dice Ariel Montagnoli porque debajo de ese material rudo y tonalizado ha sepultado los dibujos que hizo siempre en papelitos y cuadernos, espirales y estrellas que modeló en hilo de plata –en hilo de plata, insiste– para no pedirles a los santos sino a su inspiración que lo proteja de los pasos que no lleguen hasta aquí en busca de flores o poesía. El que dice tener el dedo verde, porque sale de su casa y encuentra arbustos y hojarasca que se convierten por su mano en ramos nunca vistos ni vendidos en otras florerías, ni siquiera en La Mejor Flor donde donó su arte antes de abandonar la empresa, harto de que le pidieran centros de mesa y no azucenas, liliums o sakurás, flores que tienen su nombre aunque, como las últimas, parezcan colgar de ramas secas, listas para caer sobre el piso. Y sin embargo. Tres cuarzos blancos se pisan al entrar, antes de subir el escalón de una viga que durante cien años estuvo olvidada en el sótano de la casa que ahora es Savia, este local, y también la sangre verde que el milagro vegetal hace que siga corriendo por los pequeños vasos de las flores amputadas de su planta, coloridos muñones que ahora beben de otros vasos, vasos de vidrio de formas diversas, floreros que se acomodan como en un cantero para enmarcar la modesta biblioteca en donde los libros de poesía se musitan su métrica unos a otros.
¿Pisar los cuarzos que los amantes de las gemas recomiendan no tocar más de una vez y por una sola persona para que no pierdan su energía? Son parte del escudo mágico, igual que las siete bolitas de cristal que emergen apenas, incrustadas en el piso de la vidriera. O los ojos de tigre, las ágatas, amatistas, hematites o cantos rodados, todos convertidos en joyas brillando sobre mesadas lisas donde se envuelven las flores y los libros. Que han sido puestos juntos para que se vayan juntos, porque esto no es un puesto de flores ni una librería, es las dos cosas y los que aman a unas aman a la otra. O eso al menos es lo que creen los dos hombres –Ariel y Pablo Folino, su socio– que pasan el día en el lugar en el que quieren estar, ese local blanco de piso de ladrillo, con estanterías blancas de pulpería que los lunes se llena de tabaco y palabras dichas a voz en cuello para las más de veinte personas que se reúnen ahí a escuchar. A escuchar poesía lejos de los bares, del mareo del alcohol, de la histeria de la noche que siembra murmullos donde debería haber silencio.
Aquí hay silencio. Los poetas que quieren habitar este espacio en donde las bocas de los conejitos blancos, lilas, amarillos y azules se abren como fauces de dragón traen sus ejemplares firmados o no, trajinados por la clandestinidad que suele distinguir a la poesía cuando no anda entre premios y academias. Los traen donde los nardos se escapan de las páginas de los libros para perfumar al amante que vuelve a la fuente de lo romántico para homenajear una pasión encendida que busca regalos antes de convertirse en rescoldo. La primera venta, lo primero que alguien pidió, dicen, fue un libro y un ramo. Y ése fue el primer gran éxito y el augurio de que estaban en lo cierto, que valió la pena destrozar los azulejos que iban a rodear la pileta donde se lavarían los floreros para convertir esos retazos en una serpiente de colores sobre la piel blanca de pared. Serpiente alada como el corazón que domina la vidriera que no necesita de versos para saber que eso y no otra cosa es lo que se ofrece en este lugar, una vez atravesada la puerta, más allá de la pisada que protege el cuarzo.