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Tres caras de mujer

 Por Sandra Russo

Tres caras de mujer, tres estilos, tres países, tres momentos históricos. Tres fotos increíbles que fueron recopiladas entre centenares de otras en un libro que da cuenta de “La belleza del siglo”. Más allá de la información que acompaña el despampanante material gráfico que incluye el libro–objeto de las parisinas Ediciones Assouline, los rostros de la norteamericana Marilyn Monroe, de la francesa Bettina y de la británica Twiggy construyen por sí mismos un caleidoscopio en el que es posible ver, sin demasiado esfuerzo, la costura de signos y de rasgos sobre la cual el siglo XX erigió los iconos de la belleza femenina. Cada una a su modo representó un arquetipo de mujer, un ideal que millones de otras mujeres persiguieron. Y contra los argumentos que se agotan en la trivialidad autónoma de la moda y la belleza, una lectura más cercana a estos tres modelos de mujer permite advertir que el péndulo que fue inclinando la balanza hacia la sensualidad, la elegancia o la excentricidad andrógina, fue la guerra.
En la década del ‘40, la guerra y los totalitarismos europeos inauguraron un nuevo escenario central: Nueva York. Allí no sólo llegaron centenares de refugiados: con ellos, cruzó el mar la tradición del culto a la belleza a la que hasta entonces los norteamericanos, empapados como estaban de su ética protestante, e hiperocupados en construir su propia potencia nacional, no se habían dedicado. La industria de la belleza estaba en alza: productos legendarios de esos tiempos fueron, por ejemplo, el champú sin jabón Dop, que en Francia patentó el químico Eugene Schueller, o los primeros bronceadores que, todavía a salvo de los posteriores descubrimientos sobre la maldad del sol, hicieron asimilar la piel bronceada a un estado saludable: el Ambré Solaire y en Fin 200 hacían furor. La guerra impuso modelos de austeridad, pero la austeridad, a su vez, impuso pliegues a los que las mujeres se aferraron: en 1941, según The New York Times, en Estados Unidos se vendieron lápices labiales por un total de veinte millones de dólares.
Hollywood estaba tomando el guante: se confirmaba a sí mismo como la usina de la que habrían de salir los sueños americanos. Durante toda la guerra, pese a los valores en alza de la practicidad y el trabajo, el cine mantuvo a través de sus estrellas el ideal de los cabellos largos, dificultosamente trabajados en la peluquería. Rita Hayworth y sobre todo Veronica Lake fueron los modelos a seguir. Mientras Europa era bombardeada, Hollywood inventaba otra “bomba”: inventó muchas, pero Marilyn, algunos años más tarde, habría de sintetizarlas a todas.
La foto: tomada durante el rodaje de Niágara, en 1952. Observemos a la “bomba”. Ella encarna el pie en falso femenino. La fragilidad que subyace incluso al poder que se puede ejercer sobre los hombres. Cierta bobez intrínseca, cierto acotado talento malogrado. La belleza de Marilyn fue un tipo de belleza compleja, innata y producida al mismo tiempo, dotada de una audacia –o una inconsciencia, según como se mire– que la sexuó completamente. La de Marilyn fue una sexualidad despierta, y por eso mismo derrotada.
En 1947, en París, Christian Dior había inventado lo que se conoció como “New Look”. Su premisa fue un retorno nostálgico a cierta forma de feminidad sellada. Contra la moda sexy americana, encarnada por jovencitas dispuestas a “todo por un sueño”, los franceses se abroquelaron en un ideal de belleza femenino que no donaba encantos privados en público. En los ‘50, la guerra terminada explotó en los hogares con esposas y madres felices de tener aspiradora. Europa fue el territorio de la feminidad respetable, y a esas mujeres se les dio como ideal el de la elegancia suprema, la elegancia que perturba, la elegancia que marea. Como contrapartida, el movimiento feminista francés también apoyó explícitamente el icono de una feminidad en los antípodas del objeto sexual. El símbolo de la época en París fue Bettina, una mannequincélebre, además, por peinarse y maquillarse sola para las producciones fotográficas.
La foto: la más famosa de Bettina. De una sofisticación apabullante. Negro su traje y su sombrero estrafalario, el pelo recogido, el collar de brillantes apenas asomando en su cuello, sus ojos delineados, sus cejas depiladas y sombreadas, su mirada soberbia.
Finalmente, los ‘60 recayeron en Londres con toda su fuerza iconoclasta. De ahí habrían de partir nuevos mandatos, y un nuevo modo de ser mujer: un modo menos enfático. Las Chelsea girls impusieron sus pelos cortos, sus peinados a mano. Sus figuras delgadas, por primera vez tan delgadas: alguien creyó ver una invitación a la pedolifia en esos cuerpitos sin curvas ni prominencias. El fotógrafo David Bailey descubrió a Jean Shrimpton entre las Chelsea girls. Ella era un concentrado de los nuevos atractivos femeninos, entre los que prevalecía una inmanencia adolescente y un aire netamente divertido. Paris-Match, allá por 1965, se preguntaba, con Twiggy en su portada: “¿Chica o chico?”.
La foto: Twiggy en todo su candor. Un candor difuso, claro, ligeramente perverso, y es que ahí residía su gracia. Neta, imprescindible, niñísima, la puerta de entrada a su esencia son sus pestañas, trabajosamente maquilladas con las máscaras prolongadoras que la industria cosmética imponía. A mil años luz de la sexualidad expuesta y derrotada de Marilyn, y a otros mil de la sexualidad oculta y refinada de Bettina, la de Twiggy parecía ir para otro lado: hacia el lado ambiguo que las décadas posteriores siguieron explotando, hacia el centro de un misterio que nadie revelaría, mientras su imagen solamente mostraba diversión y picardía, y sus ojos azules empastados de rimmel parecían afirmar: “Esto es todo lo que muestro. Pero hay más”.

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