Jueves, 30 de julio de 2009 | Hoy
PSICOLOGíA › EROTISMO Y PERVERSIóN EN LOS úLTIMOS SIGLOS
El autor examina la inscripción cultural de la sexualidad, desde la época victoriana, pasando por la “revolución sexual” y hasta nuestros días.
Por Enrique Carpintero *
Es sorprendente que en la actualidad se hable sobre “nuevas sexualidades”, que algunos denominan “neosexualidades”: sólo tenemos que recorrer la literatura erótica de diferentes épocas para ver que lo nuevo es algo viejo, que siempre estuvo presente en nuestra condición humana. Claro, la sexualidad se mantenía como un secreto bien guardado, circulando por las profundidades de una subjetividad que debía disimularlo. Evidentemente esta situación ha cambiado.
La sexualidad de la época victoriana, desde la cual Freud construyó el psicoanálisis, se sostenía en inhibiciones y represiones que eran la base de una serie de síntomas especialmente agudos en la época. La sociedad burguesa del siglo XIX definió nuevas reglas de juego para los placeres, que no estaban ya en manos de la religión, sino de la ciencia médica, en la cual se apoyaban los Estados modernos que consideraban un deber gobernar las prácticas sexuales para establecer que era “normal” y “patológico”. Como dice Elizabeth Roudinesco: “El discurso positivista de la medicina mental propone a la burguesía triunfante la moral con la que no ha dejado de soñar: una moral relativa a la seguridad pública modelada por la ciencia y ya no por la religión. Por disciplinas derivadas de la psiquiatría, la sexología y la criminología reciben, de hecho, la misión de explorar en su totalidad los aspectos más sombríos del alma humana”.
Los escritos médicos de la época, para describir la sexualidad considerada “anormal”, crean una lista impresionante de términos derivados del griego y del latín: zoofilia, coprofagia, pedofilia, a tergo, cunnilingus, etcétera. En 1886, el médico austríaco Richard von Krafft-Ebing llevó a cabo una síntesis sobre las diferentes prácticas sexuales en su obra Psychopathia sexualis.
El objetivo era establecer una separación clara entre una sexualidad denominada “normal”, al servicio de la procreación, de la felicidad de las mujeres en el matrimonio y la maternidad, y del hombre como pater familiae, y una sexualidad “anormal” que se asocia con la enfermedad, la muerte y la búsqueda del placer absoluto. Esta sexualidad anormal se podía encontrar en la mujer histérica que, al “simular” sus síntomas, evitaba la responsabilidad de la maternidad. Pero el verdadero paradigma de la perversión era la homosexualidad, así como la masturbación.
Para el discurso médico positivista, el homosexual era el mayor de los perversos, ahora desde el punto de vista biológico. Sin embargo, no era considerado un enfermo, ya que se burlaba de las leyes de la procreación. De allí que, para desenmascarar al homosexual, se lo tratara de convertir en un criminal, un perverso sexual alienado, un violador de niños.
Thomas W. Laqueur, en Sexo solitario. Una historia cultural de la masturbación, cuenta cómo la masturbación se transformó en una enfermedad. En la antigüedad, apenas si era mencionada como un problema. En 1712, en Inglaterra, el cirujano John Marten, un charlatán y estafador necesitado de dinero, publicó un folleto donde relataba los infinitos males que el onanismo traería a quien lo practicara. El texto tuvo un éxito inmediato. Su fama llegó a Francia, donde el médico Samuel A. D. Tissot publicó en 1760 El onanismo. Disertación sobre las enfermedades producidas por la masturbación.
La tradición del siglo XVIII, que mezclaba medicina con pedagogía moral, propagó la versión del vicio solitario. Jean-Jacques Rousseau la condenó en sus Confesiones, y en su obra pedagógica Emilio la considera una de las más grandes amenazas a la integridad moral del sujeto. Voltaire siguió su ejemplo. La nueva “enfermedad” se convirtió en un adjetivo para señalar exceso de imaginación, falta de seriedad y un alejamiento de la razón o de una conducta educada.
Como dice Laqueur, “tres cosas convierten el sexo solitario en antinatural. Primero, no era motivado por un real objeto de deseo sino por la fantasía; la masturbación amenazaba con imponerse a la más proteica y potencialmente creativa de las facultades de la mente, la imaginación, y llevarla a un precipicio. Segundo, mientras cualquier otro tipo de sexo era social, la masturbación era privada o, cuando no se la practicaba a solas, era social de mala manera: sirvientes perversos la enseñaban a los niños; perversos niños mayores la enseñaban a los más pequeños e inocentes; muchachas y varones en las escuelas la enseñaban fuera de la supervisión de los adultos. Y tercero, a diferencia de otros apetitos, la urgencia por masturbarse no podía ser saciada ni moderada. Practicada a solas, guiada sólo por las creaciones de la propia mente, era una transgresión primitiva, inevitable, seductora, incluso adictiva y fácil. De pronto, cada hombre, mujer o niño parecía tener acceso a los ilimitados excesos de la gratificación que pudo ser privilegio de los emperadores romanos.
El combate contra la masturbación fue uno de los principales esfuerzos en la guerra librada por asegurar la correcta y medida privacidad de la naciente burguesía. Esta perspectiva se afianzó en la cultura victoriana. Su mundo erotizado era incontrolable, ya que la vida privada debía mantener las apariencias que la burguesía capitalista, en su primera época, dictaba para la vida pública. Ambos mundos necesariamente tenían que coincidir. Para ello, basaba su dominio en una lógica por la cual los sujetos debían intentar la represión y autodisciplina en sus manifestaciones sexuales. Los códigos sociales de la cultura medían la vida privada de los sujetos a costa de mantener en secreto el deseo sexual cuyas consecuencias sintomáticas Freud pudo dar cuenta en la clínica y los desarrollos teóricos del psicoanálisis.
Recién a mediados del siglo XX podemos encontrar el primer estudio sistemático sobre la sexualidad, realizado por Alfred Kinsey. Basado en una investigación en la que participaron más de 12 mil personas, sacó a la luz los hábitos sexuales de la población de Estados Unidos, en dos libros clásicos: Conducta sexual del hombre (1948) y Conducta sexual de la mujer (1953). En los años ’60, Willian Master y Virginia Johnson iniciaron sus estudios controlados de laboratorio, publicados en Respuesta sexual humana (1966).
En 1964, Robert Stoller utilizó por primera vez el concepto de género para estudiar el transexualismo y las perversiones sexuales desde la perspectiva del kleinismo y la psicología del self. Más tarde, esta noción se generalizó desde diferentes perspectivas para afirmar que el sexo es siempre una construcción cultural, sin relación directa con la diferencia biológica. De allí la idea de que cada sujeto podría cambiar de sexo según el género o el rol que se asigna a sí mismo. En los ’70, Shere Hite produjo el llamado “Informe Hite” sobre sexualidad femenina.
Estos trabajos de investigación formaban parte del clima de los 60 y 70, cuando una “contracultura” se opuso a la cultura dominante. Este movimiento, si bien incluía a una minoría de la población, expresaba las ideas, fantasías y deseos de la época, cuya significación produjo transformaciones en la subjetividad. Los movimientos gay se organizaron para luchar por sus reivindicaciones. Los grupos feministas llevaron a una revolución en cuanto al sometimiento de la mujer a una cultura patriarcal. La revolución sexual, impulsada por la píldora anticonceptiva, de venta autorizada a partir de 1960, permitía libertades, y la familia dejaba de ser el fin último de la pareja. Sin embargo, el feminismo de la igualdad equiparaba la sexualidad femenina con la masculina, ignorando cualquier diferencia en las mujeres. De esta manera la sexualidad seguía centrada en la genitalidad y en el mito del orgasmo vaginal como modelo de la salud sexual considerada como normal.
En los ’80 comienza un avance en las luchas feministas, al proponer la apropiación de la experiencia subjetiva de la mujer por fuera de la sexualidad heterosexual patriarcal. La sexualidad de la mujer comienza a considerarse distinta a la del hombre y el cuerpo femenino aparece erotizado en su totalidad. También los varones reivindican una sensualidad repartida en todo el cuerpo. Además aparecen reivindicaciones de identidad de género: hombre, mujer, transexual, transgénero, travesti, intersexual, queer, que rompen el modelo binario masculino-femenino.
La heterosexualidad como modelo hegemónico a partir del cual la psiquiatría transformó el pecado en enfermedad ha perdido parte de su lógica en la cultura del capitalismo mundializado. Esta se sostiene en la ruptura del lazo social; el individualismo negativo ha transformado el deseo sexual, que debe ser vendido según las leyes del mercado capitalista.
El mandato de la actualidad de nuestra cultura, a través de superyó, no convoca a gozar, como nos quieren hacer creer. Por el contrario convoca a protegernos de la amenaza de desamparo que la misma cultura produce. Doble juego que lleva a un camino sin límite. La agresión no es interiorizada como “conciencia moral”, ya que todo está permitido en la búsqueda de la utopía de la felicidad privada. La agresión se libera contra el yo y contra el otro, pues la ética que sostiene nuestro ser es reemplazada por el tener y ofrecerse como un fetiche mercancía, que adquiere la ilusión de protegernos de los infortunios de la vida. Es decir, de nuestra finitud.
Si, en la época victoriana, la vida privada debía coincidir con lo que la cultura hegemónica dictaba para la vida pública, en la actualidad ocurre lo contrario. La vida privada se ha privatizado, en el orden del mercado. Es importante en la medida que pueda ofrecerse como una mercancía. Es en el espacio público donde tenemos que encontrar los valores de nuestra intimidad, medidos según las leyes de la economía de mercado. De esta manera, las relaciones humanas se miden como una mercancía y sus actividades se enuncian como un buen o mal negocio. Allí todo vale. Lo paradójico es que en este shopping en que se ha convertido la sociedad nadie vende nada. En este reality show, el éxito es efímero. Los negocios donde se ofrecen afectos, emociones, ideas conocimientos, amistad y sueños no funcionan. Algunos cierran y se abren otros, con nuevas vidrieras que se convierten en espejismos para negar una realidad donde predominan el desamparo y la soledad.
Estamos en una época donde la sexualidad ha salido de los placares. De un secreto, pasó a ser preciado objeto de consumo: una sexualidad evanescente, fácil de ser intercambiada en el mercado de las relaciones sociales. Allí podemos encontrar las diferentes manifestaciones de la sexualidad, con nombres actuales y atractivos: gran-bang, petes, swingers, etcétera. Pero sus efectos en la subjetividad cuestionan la centralidad de los paradigmas iniciales en los que se construyó el psicoanálisis. Hoy, todas las características de la heterosexualidad patriarcal han sido puestas en crisis. La pareja heterosexual no es la condición para la reproducción, ya que la reproducción se ha separado de la sexualidad a través de la fecundación asistida. Las mujeres no necesitan a los hombres para la crianza de los hijos, a partir de su incorporación al mercado capitalista. Esto ha llevado al aumento de parejas sin hijos, el incremento de hogares monoparentales, la aceptación de mujeres que llevan adelante solas la maternidad, el aumento de parejas homosexuales con o sin hijos, el sexo virtual que elude el cuerpo del otro. Este proceso, que ha afianzado mayores libertades individuales al romper prejuicios y tabúes de otras épocas, ha traído nuevos problemas. Uno de ellos es que la sexualidad que propone la cultura se ha disociado de los afectos. Esta sexualidad evanescente ha dejado a la mujer y al hombre solos frente al otro, ya que podemos tener encuentros sexuales pero no intersubjetivos. Su resultado es dejarnos cada vez más solos e insatisfechos, al quedar atrapados por relaciones desubjetivadas donde se han perdido los parámetros del erotismo. La sexualidad, al no tener la fuerza para la transgresión del erotismo al servicio de la vida, queda domeñada por la perversión, efecto de la muerte como pulsión. Es decir, una sexualidad que se expresa como renegación del corte y de la muerte; que se le impone al sujeto como actos repetitivos. Una sexualidad sostenida en el sometimiento y la destrucción del otro. En definitiva, una sexualidad que produce un proceso de desestructuración subjetiva. Parafraseando a Freud, podemos decir que la perversión es el negativo del erotismo.
Tener en cuenta una sexualidad plural nos lleva a revisar algunas cuestiones: 1) la pérdida de centralidad de la diferencia sexual como determinante exclusivo de la identidad subjetiva del sujeto; 2) la resolución del Complejo de Edipo como organizador de la normalización de la cultura debe ceder a una resolución dinámica propia de la “anormalidad” que nos hace humanos. Su protagonismo tiene que dar cuenta de procesos más tempranos ligados a ese vacío que nos constituye en tanto seres finitos; 3) la actualidad del campo de lo sexual se ha abierto a formas que no pueden seguir siendo calificadas de patológicas. De allí la necesidad de diferenciar claramente el erotismo de la perversión. No es la relación con una norma lo que determina lo propio de las perversiones, sino una sexualidad al servicio de la muerte como pulsión. Su contrario son las variaciones de la sexualidad humana al servicio del Eros, de la vida. Transcribo un fragmento de El mal de la muerte, de Marguerite Duras:
Hasta esa noche usted no había entendido cómo se podía ignorar lo que ven los ojos, lo que tocan las manos, lo que toca el cuerpo. Descubre esa ignorancia.
Usted dice: No veo nada.
Ella responde. Duerme.
Usted la despierta. Le pregunta si es una prostituta. Con una señal de que no.
Le pregunto por qué ha aceptado el contrato de las noches pagas.
Ella responde con una voz aún adormecida, casi inaudible: Porque en cuanto me habló vi que le invadía el mal de la muerte. Durante los primeros días no supe nombrar ese mal. Luego, más tarde pude hacerlo.
Le pide que repita otra vez esas palabras: el mal de la muerte.
Le pregunta cómo lo sabe. Dice que se sabe sin saber cómo se sabe.
Usted le pregunta: ¿En qué el mal de la muerte es mortal?
Ella responde: En que el que lo padece no sabe que es portador de ella, de la muerte. También en que estaría muerto sin vida previa al que morir, sin conocimiento alguno de morir a vida alguna.
* Texto extractado de un artículo que aparecerá en el próximo número de la revista Topía.
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