Jueves, 30 de julio de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Sandra Russo
El mensaje del arzobispo de La Plata contiene todos los tópicos previsibles de la jerarquía eclesiástica que viene, desde hace siglos pero más puntualmente desde la Cumbre de Beijing, en 1995, perdiendo la batalla frente a la idea de género. Fue entonces que en documentos de las Naciones Unidas comenzó a imponerse ese concepto, para expresar que lo que entendemos por hombres en tanto hombres y mujeres en tanto mujeres no es “natural”, sino una construcción de sentidos sociales, históricos, políticos.
Efectivamente, esa batalla la Iglesia ya la perdió en la realidad. Aunque no lean estudios sobre género ni documentos de la ONU, millones de hombres y mujeres en todo el mundo viven sus vidas interrogándose sobre su ser mujer o su ser hombre. Lo que hace algunas décadas y desde siempre fue vivido como “natural” estalló por los aires. Y no precisamente por lo que Aguer llamaría “ideologías foráneas” ni por la “intervención totalitaria del Estado”, sino más bien por la época. Quizá podría llamársele historia. Y si es la nuestra, la de Occidente, es la historia del capitalismo globalizado.
La noción de género fue el ariete para que innumerables derechos fueran vividos, para que se acotara la discriminación contra las minorías sexuales y para que nuestras vidas privadas dejaran de estar permanentemente iluminadas, bajo los faros de la disciplina religiosa. Sobre todo a aquellos que no son religiosos. Jamás me explicaré por qué no se considera “totalitaria” a una religión que pretende consustanciarse con un Estado en el que conviven otros credos y ninguno.
Pero si la noción de género corrió como un reguero entre las personas comunes y corrientes, es porque interpretó un malestar de época profundo. En las sociedades líquidas, lo masculino de sí y lo femenino de sí, inquietan. Los varones y las mujeres que ve la Iglesia son solamente la cáscara de las criaturas culturales que somos, perforadas por mensajes contradictorios y paradójicos.
Pero eso sí. En una semana en la que se reivindicó a Martínez de Hoz y se le cayó otro velo a la ultraderecha que tira de la derecha, no podía faltar la contribución de Aguer, y estas ideas precarias, menos medievales que de Guerra Fría. Tenía que llegar el arzobispo que tirara su adjetivación sobre el Estado, y que dejara entrever beneplácito con otros ataques al Estado. La clásica.
El adjetivo “ateo” es uno que faltaba, pero ya lo tenemos a mano para los debates de la tele. Qué tal un arzobispo en la radio a la mañana, aunque bueno, sea Aguer. Tampoco hay que andar revisando el pedigrí de los entrevistados. Alcanza con que hablen del “totalitarismo del Estado”. Tiene punch.
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