PSICOLOGíA › LAS HINCHADAS Y “LA DECLINACIóN DE LAS INSIGNIAS”

El galpón del barrabrava

 Por Sergio Zabalza *

Los conflictos entre barrabravas de una misma hinchada –que condujeron, por ejemplo, al asesinato de Martín Gonzalo Acro, en agosto de 2007– manifiestan lo que puede llamarse “declinación de las insignias”: ya no se trata de enfrentamiento entre hinchadas rivales; ahora son los hijos de un mismo padre quienes transgreden el pacto de convivencia y mutuo respeto que ordena la vida del clan y asegura su permanencia. No en vano, el filósofo italiano Roberto Esposito opone inmunitas a communitas para señalar que estamos en el tiempo en el cual se vive sin deudas (Inmunitas: protección y negación de la vida, Katz editores, 2004). Hay una subjetividad en ciernes inmune a la deuda simbólica que nos constituye en tanto miembros de una comunidad.

Hoy el fútbol es el significante privilegiado que revela toda una eficaz estructura de fragmentación social. Porque más allá de las prebendas, los resortes mafiosos y el clientelismo que rodea al deporte más popular de la Argentina, lo que se agita en este conflicto es un ansia de satisfacción cuya desmesura se reproduce en sintonía con el encierro que caracteriza a estas bandas.

Este conflicto futbolero hace metástasis en otros campos de la ciudad. En un artículo publicado en Página/12 (“El trabajo de zafar”, por Cristian Alarcón, el 5 de agosto de 2007), se obtenía el testimonio de una joven adicta al paco que, en su proceso de recuperación, hablaba de “la ranchada”, como se denomina al grupo de pares con que se practica el consumo: “Yo me fui de mi casa y paraba en una ranchada, era mi lugar de escape, era mi coartada (...) Estábamos todos en la misma. Fumando. Nadie podía hacer otra cosa, estábamos todos haciendo lo mismo. En la ranchada no se puede ser uno mismo, ser diferente, tienen que ser todos iguales. (...) Es el juego que vos estás jugando. Es un juego de muerte y vos sabés las reglas del juego, sabés que mata”.

Aquellos que han tenido el privilegio de asistir a las clases de Ignacio Lewkowicz recordarán la metáfora de “el galpón”, que este historiador gestó para nombrar situaciones en que la subjetividad supuesta para habitarlas no está forjada. En su texto “Sobre la destitución en la infancia” (Página/12, 4 de noviembre de 2004), decía: “Un galpón es un recinto a cuya materialidad no le suponemos dignidad simbólica. La metáfora del galpón nos permite nombrar una aglomeración de materia humana sin una tarea compartida, sin una significación colectiva, sin una subjetividad capaz común. Un galpón es lo que queda de la institución cuando no hay sentido institucional: los ladrillos y un reglamento que está ahí, pero no se sabe si ordena algo en el interior de esa materialidad. En definitiva, materia humana con algunas rutinas y el resto a ser inventado por los agentes. Así como en tiempos del Estado-nación pasábamos de institución en institución, hoy, en ausencia de marco institucional previo, se permanece en el galpón hasta que no se configura activamente una situación. Pero eso ya no depende de las instituciones sino de sus agentes”.

Cuando sugerimos que el conflicto de los barrabravas revela la declinación de las insignias, estamos diciendo que las identificaciones que, en Psicología de las masas y análisis del yo, Freud había discernido para explicar la manera en que un grupo se cohesiona en torno del amor por el líder, ya no responden a esta subjetividad emergente. No hay amor ni lucha por una causa en la ranchada, ni en la barra brava ni en los barrios seguros que promete el liberalismo a expensas de la miseria que aguarda a nuestra gente joven en “el galpón”: sólo hay puro empuje a gozar.

* Extractado del artículo “Barras bravas, una perversión millonaria”, cuya versión completa puede leerse en www.elsigma.com.

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