Jueves, 16 de septiembre de 2010 | Hoy
PSICOLOGíA › ACERCA DEL BARROCO
En la plástica, la literatura y la música, en el Siglo de Oro español y en la América latina contemporánea, el barroco –señala el autor de este trabajo– ayuda a intuir “un goce más allá”, “el arte de excederse, derrochar, derrapar” y “dejar restos”.
Por Pablo Fuentes *
En el decadente período de la España de Felipe IV, la poética barroca trata al mundo como oxímoron y, al decir de Gracián, como “concierto de desconciertos”; lleva al uso extremo de la antítesis, dejando la sensación de que todo es inestable y efímero. De ahí uno de los temas obsesivos de la poética barroca: el tiempo. Aparecen muchos textos sobre lo pasajero de la vida, sobre la caducidad de las cosas. Se trata de una poesía sobre las ruinas y lo fugitivo de la existencia. Dice Góngora:
Si quiero por las estrellas
saber, tiempo, dónde estás,
miro que con ellas vas,
pero no vuelves con ellas.
¿Adónde imprimes tus huellas
que con tu curso no doy?
Mas, ay, qué engañado estoy,
que vuelas, corres y ruedas;
tú eres, tiempo, el que te quedas,
y yo soy el que me voy.
De esta mirada trágica de la existencia deriva el gusto barroco por la melancolía, por un tono de desengaño y pesimismo, aun sobre el fondo de fiesta de la exuberancia y de la sensualidad que le son típicas. De ahí también el gusto por las cosas materiales, el aprecio por lo vulgar. Los objetos del mundo aparecen frecuentemente, nombrados, enumerados, llenando el espacio de la enunciación, como la sobrecarga de elementos que aparecen en los cuadros de los pintores del período. Cosas más bien humanas, no tanto naturales: ropas, objetos, herramientas. Cosas en acción, humanizadas.
Si, en la metáfora cristalizada, el barco es llamado “vela”, el poeta barroco lo llamará “llama en fuga”, haciendo el juego, a la vez, con la literalidad y con la extensión de la metáfora inicial. Erupción sobre la superficie del lenguaje, la metáfora es el grumo donde la tersura del discurso encuentra el tropiezo. Sobre el ilusorio grado cero de la lengua, allí donde no habría ninguna figura retórica, la metáfora es lo que delata sus límites, su peligro y su extensión. Es el síntoma de la lengua, su patología. En la poesía barroca, en especial en Góngora, el primer grado del enunciado, el comunicativo, cercano al discurso hablado, desaparece del texto. Como plantea Severo Sarduy, Góngora parte de las metáforas tradicionalmente poéticas y despliega su escritura en un registro suprarretórico, es “una potencia poética al cuadrado”.
La metáfora al cuadrado es la reversión de la metáfora simple, es el tambaleo de su condición significante y, puede decirse, su graduación como escritura misma, su entrada al estatuto de la letra. El texto barroco, como en las Soledades de Góngora, se despliega con progresión geométrica, en una proliferación metastásica que carcome el plano del discurso corriente. Una palabra de valor metafórico, como “cristal”, puede desencadenar una metonimia de objetos brillantes, fríos y transparentes. Lo legible es cercado por la proliferación de los tropos, por el tartamudeo de la aliteración. En la literatura clásica, la distancia entre figura y sentido es mínima, la cristalización entre significante y significado es el objetivo. La escritura barroca, en cambio, hace imposible la coagulación del signo. Sonido y sentido, imagen y concepto se entraman sobre las ruinas de la lengua hablada –construida en realidad con metáforas naturalizadas– y del mundo entendido como ilusión comunicativo.
En el barro de la América de lengua castellana, el barroco encontró una nueva máscara en la corriente poética llamada neobarroca, que tiene en el cubano José Lezama Lima su figura inaugural. Este barroco latinoamericano, cercano a la experimentación pero no con el rigor militante del concretismo, se caracteriza por su disposición impura a entrar en mixturas e hibrideces textuales. A diferencia de la vanguardia histórica, dominada por su preocupación por la imagen y la nueva metáfora, la poesía neobarroca trabaja mejor la alteración de la sintaxis, la problematización del movimiento respiratorio del texto: es difícil leer en voz alta un poema neobarroco sin perder el aliento. Como el barroco áureo, esta corriente repudia lo inerte y lo fijo, colmo del engaño y efecto de la represión de la retórica oficializada por el discurso social, el “bien decir”.
Modelo del mal decir, la maldición del barroco ya había contaminado los diferentes movimientos de las vanguardias históricas que habían cuestionado, en su momento, los parámetros armónicos de lo neoclásico. Con su dinámica de plegado de las formas y de la materia del lenguaje, la poética barroca no implica un yo lírico sino su aniquilación y, en este sentido, es antirromántica: no es la “expresión” de un sujeto, son las fuerzas del lenguaje las que se manifiestan a través del poeta. “Lo confusional en tanto opuesto a lo confesional”, como razona Néstor Perlongher.
Pero, como aclara el mismo Perlongher, la diferencia entre estas escrituras contemporáneas y el barroco del Siglo de Oro pasa por el sustrato en el que se apoyan: el barroco áureo pisa el suelo de la retórica renacentista y se guarda la posibilidad de que su texto sea decodificado, como hizo Dámaso Alonso con los poemas de Góngora. Los textos neobarrocos no permiten la traducción: la sugieren y hasta estimulan pero, a la vez, la perturban y dificultan. Además, su sustrato es la modernidad y ciertas retóricas vanguardistas, como el surrealismo y la crisis del realismo.
Lacan relacionó el barroco con lo que él llama el “anecdotario de Cristo”, con lo que el barroco configura en torno de una historieta sagrada, ya no historia, de la pasión de un cuerpo y, obviamente, de la narración de su goce. Un relato casi ilegible de un cuerpo gozando en el límite mismo de lo mostrable. Ya las escrituras místicas, como las de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, habían anticipado esta estrategia en la cual lo que se escribe como íntimo, por ejemplo el poeta hablando de sí mismo, implica ese vaivén ambiguo entre lo interior y lo exhibido, la oscilación entre el pudor y la mostración, la profunda superficialidad de un yo que se desdice en la medida en que el cuerpo goza en las palabras escritas. Es el carácter éxtimo de la escritura lo que el barroco evidencia al relacionar el goce de la lengua en tanto sustancia orgánica, parte de un cuerpo, con la torsión de los tropos como recurso de artificialización y cifrado del discurso. Pero esto lleva a la idea de que la escritura gira en torno de un centro ausente: el misterio de un goce fuera del cuerpo, donde esa representación exasperada se agota en sus ornamentos, un parloteo feroz, justo antes del silencio.
De ahí también la tensión de este modo barroco con la idea clásica de estilo: se trata de una escritura sin estilo porque se apodera de todos ellos, es propensa al mestizaje. Se trata, mejor, de hacer un cuerpo de escritura, de que asome en la frase lo real del cuerpo que habla. En otras artes, el barroco se sirve de esto, como en las esculturas de Bernini, donde, como señala indirectamente Lacan, se trata de exhibición de goces, donde la carne canta en la blancura del mármol. Blancura, en ausencia de unos colores que potenciarían, en la representación, el carácter significante que aquí tambalea: ¿es una historia lo que se cuenta en El rapto de Proserpina o sencillamente es el mármol que goza? (ver ilustración) ¿Es la lengua misma la que goza en estas escrituras?
La escritura barroca configura un contradiscurso que exhibe las entretelas del lenguaje. Es exasperación del decir lo indecible, exhibicionismo de lo invisible, donde los tropos, llevados al límite, terminan operando con el estatuto de letra al rebasar la función significante del escrito. La escritura merodea su objeto. El barroco es el arte del merodeo, expresión estética de la circunferencia de dos centros de Kepler, representación cosmogónica del elipse, figura geométrica de la estrategia de acecho de ese resto no significante del discurso que se vela y se revela en los plegados infinitos, en las “volutas voluptuosas” (Néstor Perlongher dixit) del barroco.
Es esta índole de artificio de la escritura, su carácter cifrado, esta desnaturalización respecto al lenguaje, lo que el barroco expone. Como si se tratara de un síntoma de la lengua. La lengua, cuando asume una posición elidente, barroquizante, como en el delirio o en el sueño, cuando se escribe en los bordes de lo simbólico, produce el rebasamiento de la matriz semántica y se produce como una carnalidad, alcanza cierta relación exasperada con el goce, cuando el placer del decir trastabilla: “Esos híbridos del vocabulario, ese cáncer verbal del neologismo, ese enviscamiento de la sintaxis, esa duplicidad de la enunciación, pero también esa coherencia que equivale a una lógica, esa característica que, de la unidad de un estilo a los estereotipos, marca cada forma del delirio: a través de todo eso, el enajenado, por la palabra o por la pluma, se comunica con nosotros”, plantea Lacan. Pero el artista barroco despliega esas estrategias con un fondo de fiesta, no como la música del infierno de los enajenados. El cáncer verbal de los locos está antes del goce fálico; el del sueño está en él; la metástasis del verbo barroco se sostiene en un goce más allá.
Goce, brillo del objeto, lujo del exceso, el barroco es el arte de excederse, derrochar, derrapar, dejar restos. Es el brillo de las superficies que es toda la profundidad a la que se puede aspirar. Es abusar del poder de las palabras, es ponerlas en tensión, despegarlas de su propia funcionalidad. En La vida es sueño, Calderón de la Barca habla del disparo de un arma “cuyo fuego será escándalo del aire”. Allí animiza lo natural y, a la vez, pone en evidencia el carácter suntuario, excesivo, de una metafórica que está al servicio de sí misma, que se sale del cuadro del sentido y que incendia la realidad que pretende narrar.
Llama dorada como el oro de las capillas barrocas, ornamentadas con el lujo del exceso y la lujuria de un erotismo sagrado y metálico, sangrante y etéreo: oro como el rey mineral, eterno, lascivo y palpitante de una forma, un estilo o una época que se animó a proliferar con su artificiosidad y su sensualidad por sobre la tiranía del sentido y de la ilusión de la armonía. Derroche de oro, río orondo, oropeles del sueño, la poesía, del delirio, río dorado, olas del fuego del deseo en sus desbordes.
* Extractado del trabajo “El deleite de las sombras. Notas sobre escritura barroca y el orden de los goces”.
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