Jueves, 17 de mayo de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › EL ARTE Y LO SAGRADO EN LA VOZ DE HéCTOR A. MURENA
Luego de haber llegado a “la zona sin respuestas”, que es “aquella en la que el sentido que atribuíamos a nuestras vidas se derrumba”, el gran Héctor A. Murena –hoy rescatado– encuentra su voz en la voz del recitador de palabras sagradas.
Por Héctor A. Murena *
Cualquier humano llega en determinado momento a la zona en la que no hay respuestas. Se la encuentra a través de todo camino: las pasiones, el pensar, el ocio, etcétera. La zona sin respuestas es aquella en la que el sentido que hasta entonces atribuíamos a nuestras vidas se derrumba, queda nulificado, es la zona en que descubrimos que los problemas que habíamos creído resolver se hallan de verdad enraizados en el misterio, inviolable por nuestro arbitrio, inercia, pensar.
Arribado a través del triunfo o la derrota, cada cual tiene un particularísimo estilo para afrontar esa franja que causa vértigos. Hay quien decide negarse a sí mismo la experiencia y continuar tal como lo hacía, aunque en secreto será corroído. Está aquel que reconoce la zona, pero se empeña en querer adueñársela mediante la red de esos pre-juicios que él toma por juicios.
Puede existir también aquel que, aun estremecido, tiende su ser para oír, hacerse de algún modo digno del misterio. Sin embargo, al tocar esa orilla de la vida, allí donde existiendo parece dejarse de existir, todos experimentan sin excepción algo: tienen una suerte de vago recuerdo, el recuerdo de la orilla anterior, cuando aún no se existía, orilla que en apariencia habíamos olvidado antes de rozar esa franja.
Quien escribe estas líneas arribó a la zona según el peculiar estilo de su vocación: leer, pensar, escribir. Llegó al descubrir que ese leer, pensar, escribir carecían incluso de la fortuita validez que les había atribuido: el llamado había sido nulo o acaso válido sólo para lograr que le comunicasen su propia nulidad. Porque se había entregado a múltiples de los pensares que su época le ofrecía. Para comprobar que de la noche a la mañana, con aceleración creciente, cada uno de esos pensares se tornaba no significante, caduco. Al cabo de muchos años de ese ejercicio diríase mecánico, y no por ello no angustioso, el fenómeno le dio que pensar acerca del pensar. Notó que no se había tratado de que él hubiese pensado nada sino más bien de que había sido pensado por los pensares, por los frágiles y prepotentes pensares de su época.
A la luz del recuerdo que este colapso le fue lentamente iluminando, terminó por imaginar que la única forma legítima de conocimiento es aquella similar a la de los ciegos: por el tacto. Esto, encontró, era lo que había en las grandes tradiciones milenarias –incidentalmente cristalizadas en religiones o no–, que debían su perduración, fabulosa si se la compara con la de los pensares modernos, a la circunstancia de atenerse fielmente a la realidad espiritual que recuerda. Al internarse en tales tradiciones, que lo acercaban a la orilla primordial del recuerdo y le instilaban un mejor temple para afrontar la orilla sin respuestas, advirtió que se iba poniendo anacrónico. Al principio, acosado aún por los prejuicios de su tiempo, sintió inquietud. Luego comprendió. Su tiempo era un tiempo que quizá como ninguno se había entregado al materialismo de la servidumbre al tiempo. Se esforzó entonces por tornarse cada vez más anacrónico, contra el tiempo, para que le fuera dada alguna vez la dicha de desentenderse por completo del tiempo.
Conocer por el tacto: como el tacto particular de quien esto escribe reside en la invención de metáforas, decidió aplicar al arte los principios de las grandes tradiciones, capaces de iluminar más a fondo que cualquier estética intelectual. Pero esto es secundarlo. Lo que tal vez se pueda leer en las páginas que siguen es el intento de practicar el arte de volverse anacrónico para poder mirar ambas orillas y alcanzar así la vida en su plenitud.
Tenía noción de que la esencia del Universo es musical. En el principio fue el Verbo. Dios crea nombrando, con ondas sonoras. En los Upanishadas se afirma que quien medite sobre el sonido de la sílaba Om llegará a saberlo todo, porque en ella está todo. Tampoco ignoramos que el primer contacto de un ser humano con el mundo es la voz de la madre oída en el vientre, y que el oído es el último sentido que el agonizante pierde.
Incluso llegué a descubrir, torpemente y por azar, lo que algunos saben: que no se oye sólo por los oídos centrales, que tenemos muchos otros, en el pecho, garganta, piernas, que ciertas músicas se escuchan mejor en determinada posición física que en otras. Pensé alguna vez que acaso somos un gran oído, muchas de cuyas partes, por barbarie, dejamos de poder usar.
Sólo ayer pude experimentarlo en forma total, casi avasalladora. En Nueva York había encontrado cuatro años atrás un disco que me llamó la atención. Un recital de textos del Corán por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. Cuatro años yació en el desorden de mi habitación, sepultado bajo libros, otros discos, reemergiendo, polvoriento. Yo no estaba preparado. Mil veces me dejé detener, enredar por la foto de la cara regordeta del recitador, por el mismo texto de presentación: el sheik había oído recitar y había recitado el Corán desde la infancia; su primer triunfo, en 1950, en la mezquita de Sayeda Zeinab, El Cairo; lo obligaron a seguir cantando hasta el amanecer; ahora todas las radios del mundo árabe se lo disputan... Mi mano perdía la fuerza para sacar el disco.
Ayer llegó la hora. En el silencio de la casa solitaria sonó esa voz. Yo estaba desplomado indolentemente en un sillón. Mi primer acto impensado fue sentarme en forma correcta: había entrado una presencia superior. Así no pude oír el primer versículo. El segundo me poseyó. Y el tercero y el cuarto. Llegaría un punto, avanzado el recital, en el que mi cuerpo iba a parecer disolverse bajo los efectos del sonido, convertirse en un traslúcido entrecruzamiento de acordes.
Tardé en salir de ese éxtasis, en tomar la distancia desde la que se aprecia. No entendía la lengua, el árabe. Pero la voz me transmitía el mismo estado espiritual que causa la lectura del Corán: mezcla de sublimidad y violencia, una piedra preciosa tallada en forma inexorable, en cuyo centro quedé encerrado.
Las emisiones del recitador duran quince segundos, treinta, no más de cuarenta y cinco. Para un oído distraído esos gérmenes musicales pueden parecer en primera instancia una combinación disparatada y exuberante. En realidad constituyen trozos de ardorosa matemática, de rigor tan preciso como la caligrafía árabe. Sorprendente, sí, el ritmo, con sus cambios repentinos, su hálito imprevisible, coloraturas variadísimas, cesuras notables, enriquecedoras. Cada germen es un cosmos que late de vitalidad a través de inspiradas contradicciones que, sin embargo, en lugar de quebrar el orden lo reconstruyen infaliblemente en instancias más altas. A poco oír, empecé a reconocer en la voz los diversos instrumentos musicales: el violín, el piano, los tambores, la trompeta, etcétera. El cantor era todos los instrumentos. Pero lo que brotaba con mayor claridad era aquello hacia lo que el canto crecía en homenaje: el silencio. Todos los versículos concluyen en forma abrupta, comprimiéndose casi con dolor en el final, para transmitir la sensación física de aquello contra lo que chocan: el silencio. Y cada versículo, en la dicción, está separado del que lo sigue por un lapso de silencio más largo que cualquiera de las emisiones, señalando de tal suerte cuáles son las jerarquías. Los trazos de un dibujo hacen nacer el espacio, con la vida particular que el trazado quiera acordarle. Esa voz hacía emerger el silencio: bajo los rasgos de la imponente divinidad musulmana, hacía sentir el Dios de todos.
Comprendí después que me había sido dado asistir al origen del arte. Temperamento poco visual y sí auditivo, siempre consideré con sospecha las llamadas artes plásticas: como grafía espiritual me parecen estancadas. Aunque podría tratarse de una impresión subjetiva, falaz, imaginé que este canto la confirmaba. En el arte del recitador, el arte es rito en el que la materia de la ofrenda es el propio oficiante. Debe aprender la artesanía del canto y al mismo tiempo el sentido más profundo de las palabras divinas que entonará. Sin embargo, al poner en práctica tal artesanía y tal ciencia, al desplegar la obra, debe saber sobre todo que ésta se cumplirá sin tacha sólo en la medida en que nazca para borrarse, para instaurar lo que es contrario a ella el silencio, lo absoluto. Singular lección, en la que el mayor esplendor del arte surge de la mayor humildad espiritual y a ella reconduce. Lo efímero alcanza aquí su plenitud porque ha aceptado hasta el final su condición y la eleva en alabanza de la eternidad en que se refleja.
Si este canto es el arte del tiempo, la danza lo sería del espacio. La danza del derviche, que se cumple en el momento en que tal danza desaparece para transfigurarse en la prodigiosa y monótona señal del contacto de una criatura con su Creador. Incidentalmente, también el canto del recitador está cubierto por una pátina de monotonía. La monotonía no es más que el majestuoso gesto externo de la fe. Indica que el artista (el hombre), anclado en su nutricia comunión con lo eterno, no puede ser arrastrado por las destructoras veleidades de la historia. Y a esta luz habría que considerar el sentido de las vanguardias artísticas de nuestros tiempos.
Cuando regresé de estas ideas, pensé en el arte occidental. El canto gregoriano sigue los mismos cánones que los del recitado musulmán. ¿Y a partir de entonces? Los siglos de arte que vienen luego hicieron volver a mi memoria una anécdota leída en la autobiografía de Berlioz. Este narra la impresión definitiva que en su juventud le causaron los acordes que preceden a la tormenta en la Sexta Sinfonía de Beethoven. Confiesa que sus progresivas reformas de la orquesta –a la que acabó por convertir en monstruosamente descomunal– obedecían a la ilusión de reproducir aquellos acordes. Debieron pasar muchos años, dice, antes de que llegara a reconocer que el carácter de tales acordes se debía al genio, que hacía vibrar su índole incluso con la más pobre de las orquestas.
En el recitador musulmán, en el derviche, en el coro gregoriano, es la propia vida como instrumento la que, gracias al genio de la fe, se convierte en arte. Cuando se pasa a usar instrumentos exteriores, cuando se escribe la partitura, se establece ya una separación entre obra y vida, se delega sutilmente el empeño de la vida a elementos materiales. (Y las artes plásticas nacen con el pecado original de la necesidad de materiales externos: por eso el Islam prohíbe el culto de la imagen.) El arte, al entregarse al relativo materialismo de lo estético, indica que su autonomía ha tenido el precio de perder el contacto directo con lo absoluto. Así se torna cada vez más externo, más hinchado, más débil. Aunque produzca obras bellas, se hallan viciadas de la infatuación de sólo mostrarse a sí mismas. Frente al cantor del Corán, todo ese arte me pareció durante un segundo igual a la orquesta gigante de Berlioz: un vacuo comentario respecto de la ausencia del humilde genio de comunicarse con lo eterno.
Notaba al final una sensación, el recuerdo no claro de una culpa. No tardé en identificarlo: el recuerdo de las Seis piezas para orquesta de Anton Webern. También ellas son breves e intensísimas, también en ellas el silencio es capital. Pero diríase que, en este caso, el silencio, en lugar de aparecer con su insondable dignidad, es un mal que corroe, una lepra que desfigura. Y la música es espesa como sangre fresca, iridiscente como sangre seca, llena de premoniciones, de patíbulo. Nunca he oído unos sonidos que traduzcan más fielmente el crimen. Pues se trata de la música que vuelve a presentarse ante el silencio como el criminal que vuelve al lugar del crimen. Webern sabía. Todo es coherente: en el fin se repite lo mismo que en el principio, con signo inverso, que, en su relación de polaridad, ¿será demasiado distinto?
Sólo vivimos en los tiempos que nos han sido dados para vivir. Sin embargo, tener un resplandor de lo que sigue aconteciendo en los orígenes puros puede hacer reflexionar, es una alegría cuyo valor el sheik no ignora.
* Fragmentos de La metáfora y lo sagrado, recientemente reeditado (ed. El Cuenco de Plata).
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