PSICOLOGíA › MARCAS PSíQUICAS PRIMORDIALES EN LA INFANCIA

Pictogramas del alma

Cada uno lleva en sí sus pictogramas, esos signos que, como en las rutas, indican por dónde se debe ir y qué maniobra está prohibida. De estos imperativos, habría dos que son primordiales, que se constituyen en la primera infancia y se redefinen en la adolescencia.

 Por Beatriz Janin *

Una paciente de 17 años consulta porque no puede gozar en las relaciones sexuales. No siente nada. Teme ser frígida toda la vida. A la vez, tiene episodios en los que se niega a comer. A lo largo del análisis van apareciendo escenas de seducción por parte del padre cuando ella era muy pequeña. Situaciones en las que dormían juntos y él le acariciaba la cola. ¿Realidad o fantasía? ¿Recuerdo encubridor? Cuando relata la escena, rememora las sensaciones en su piel, la excitación que le provocaban. Ella era la preferida del padre. Pero también para la madre esta niña era una rival insoportable, que la separaba de su marido, reproche que le sigue haciendo, remitiéndola a las escenas en las que la paciente pedía que el padre durmiera con ella. “Ser la preferida”, tener un lugar para el otro como la mujer elegida, en esa relación cuerpo a cuerpo con el padre, la deja sin poder desprenderse de esa escena, separarse y construir otros caminos de deseo y de placer. Todo placer en el vínculo erótico con un hombre queda signado como incestuoso y, por consiguiente, está prohibido. Prohibición que toma una nueva forma en la adolescencia, tornándose displacentero aquello que en la infancia podía ser placentero.

Si las caricias paternas quedaron inscriptas como excitantes, al cobrar otra dimensión las sensaciones corporales, al reestructurarse la imagen del propio cuerpo, ¿cómo sentir sin remitirse a esas caricias prohibidas y ahora peligrosísimas? Así, las marcas no traducidas, las sensaciones y desarrollos de afecto tempranos insistirán tomando nuevas formas. Podemos pensar que las primeras sensaciones, las primeras inscripciones, de las caricias maternas-paternas, quedaron resignificadas por los actos seductores del padre, y a la vez la adolescencia reorganizó esas marcas, que insisten ahora con un nuevo sentido.

Pero también hablamos de las identificaciones que fueron constitutivas. La representación de sí se constituye a partir de la mirada de otro y la unificación de las zonas erógenas. Se “es” otro. ¿Cómo articular esas miradas que nos permitieron ser alguien cuando tenemos que separarnos internamente de aquellos que nos sostuvieron?

Todo adolescente odia a aquellos de los que depende, pero cuando ese odio está potenciado por las huellas tempranas del rechazo de los otros, puede ser difícil encontrar nuevas pieles para seguir siendo en momentos de transformación. Se puede intentar expulsar de sí toda marca, y de ese modo se rechazan los propios aspectos.

Los pictogramas de fusión y de rechazo son dos modos muy primarios de representar las sensaciones, los afectos, a sí mismo y al otro (de acuerdo con los desarrollos de Piera Aulagnier, en La violencia de la interpretación), líneas directrices, esbozos que podrán organizarse de diferentes modos. Así, el pictograma de fusión es una representación en la que entre psique y mundo hay atracción mutua y placer, mientras que en el pictograma de rechazo cuerpo y mundo se revelan como causa de sufrimiento, lo que deriva en odio y deseos de aniquilamiento del cuerpo y del mundo.

Son diferentes tipos de inscripciones: hay inscripciones sensoriales, ligadas al placer o al displacer, significadas o no, traducibles o no, y también otro tipo de inscripciones, aquellas que remiten a un vacío, a la irrupción de lo no dicho, a la marca de lo que rompe las tramas. Suponen traducciones sucesivas. Y, si no hay traducción, lo inscripto permanece con mayor vigencia. La traducción permite que el texto original se mantenga, pero que la fuerza de su determinación disminuya. Esta posibilidad de traducción, que se da a posteriori, depende de otro. Un niño solo quedaría sujeto a sensaciones que no podrían cobrar sentido o que quedarían en eso: sensaciones y urgencias. Pero sabemos que, frente a la necesidad, el semejante es el que opera posibilitando vivencias placenteras y también el que, frente al dolor, puede dar lugar a vivencias calmantes.

Para esto, el adulto tiene que estar en conexión con el niño, pero operando con un funcionamiento complejo de significaciones. Así, el niño debe tener cerca un adulto que opere con otro funcionamiento, un adulto que fantasee y piense. Esta capacidad del adulto de significar, de traducir lo que el niño vivencia, es fundamental. Entonces, las vivencias dejan marcas, se inscriben. Son sabores, olores, sensaciones cenestésicas que van armando redes representacionales. Para que se tornen pasibles de ser traducidas se necesitará que haya otro que no sólo calme la necesidad y brinde placer, sino que además signifique lo vivenciado.

Durante la niñez, estas primeras marcas, de un infans que se abre a un mundo más amplio, van marcando derroteros. Las resignificaciones sucesivas, las vueltas que se van produciendo diseñan espacios de repetición, pero también espacios novedosos, de rearmado psíquico.

Las representaciones permiten protegerse de los estímulos, en tanto mediadoras entre la realidad y el sujeto; soportar las pérdidas, en tanto posibilitan la recuperación de lo perdido a través del pensamiento; sostener cierta continuidad en la representación de sí mismo. Es decir, representar es un acto fundamental para la constitución subjetiva. Olores, sabores, diferentes sensaciones, deben ser significados por otro que a su vez posibilita vivencias de placer y ayuda a tramitar las vivencias de dolor. Erotismo y dolor van dejando marcas que se entraman y constituyen caminos complejos. La constitución narcisista del yo puede también ser incluida entre las primeras “marcas”, primeras inscripciones que tendrán un cierto devenir a lo largo de la vida.

Durante la denominada etapa de latencia –aproximadamente desde los cinco o seis años hasta la irrupción de la pubertad–, el niño puede diferir algunos conflictos, en tanto se sienta apoyado y sostenido por un mundo de adultos. Pero, terminada esta etapa, cuando las primeras marcas insisten sin que se haya estabilizado la represión primaria y las pulsiones insisten en un momento en que los conflictos son ya impostergables, puede haber irrupciones desmedidas que desequilibran lo que se había logrado. Esto marca diferencias cruciales, que pueden llevar al desborde adolescente. Pero los avatares de la vida, los modos en que se van inscribiendo y ligando nuevas vivencias, pueden abrir nuevas posibilidades. Esas primeras inscripciones, ya reorganizadas en sucesivas re-escrituras durante la niñez, van a sufrir una re-escritura, casi una nueva escritura, un cambio de idioma, durante la adolescencia.

Philippe Jeammet afirma que el adolescente puede ser visto como aquel que se interroga sobre la cualidad de lo que ha interiorizado en la primera infancia y plantea que lo que concierne a la sexualidad va a ser un factor esencial en esa interrogación. El narcisismo también se pone en juego y la pregunta sobre el ser insiste. Sexualidad y narcisismo se van a contraponer y a cuestionar mutuamente. Entonces, tenemos que preguntarnos sobre los destinos de esas primeras marcas cuando las exigencias pulsionales y del contexto se incrementan.

Si retomamos los desarrollos de Piera Aulagnier y los dos pictogramas primordiales, podemos afirmar que las inscripciones originarias, como el predominio del pictograma de rechazo –con el consiguiente rechazo a sí mismo– o el predominio del pictograma de fusión, no se expresan directamente pero son el fondo sobre el cual se despliegan los avatares de las pasiones adolescentes. La prevalencia del pictograma de rechazo puede llevar a un “no querer desear”, a un rechazo a todo deseo, en tanto quiebra el único deseo posible: que nada cambie, que todo se mantenga idéntico a sí mismo. Pero si el deseo mismo es peligroso, ¿cómo atravesar un momento en el que la búsqueda de nuevas posibilidades es absolutamente necesaria para no quedar encerrado en los vínculos incestuosos?

Quizá la única posibilidad en esos casos sea encerrarse en el vacío del no desear, que puede llevar luego, en los intentos de salida de esa nada –que también se torna intolerable– a situaciones de riesgo. Cuando las pulsiones irrumpen, el adolescente puede ir encontrando nuevos objetos de amor y nuevas identificaciones, pero también puede intentar arrancar de sí todo deseo y toda identificación, por su ligazón con escenas pasadas.

Así, en la adolescencia, las marcas no traducidas, las sensaciones y desarrollos de afecto tempranos insistirán tomando nuevas formas. Lo que no fue puesto en palabras, porque tampoco las tuvo para el adulto, aquella irrupción de la sexualidad adulta que el niño registró pero que no pudo tramitar ni traducir; las marcas de las pasiones de los otros, indicios de sus deseos sexuales y hostiles, que lo dejaron en un estado a veces deseante, a veces de excitación ni siquiera pasible de ser traducida en fantasías, deja marcas.

A veces, los adolescentes sienten que se confunden, que pierden la idea de sí, que se desarman si no se mantienen alejados de todo contacto erótico. La irrupción de los deseos los deja a merced de otro y tienen terror a esa dependencia, que se confunde con un estado fusional. “Quiero mantener mi intimidad; no quiero que me invadan”, decía una adolescente de 18 años, asustada cada vez que un muchacho se le acercaba. Me pregunto: ¿de qué invasiones de otros habla? ¿De qué otros? ¿Qué intimidad quiere cuidar? ¿Tiene que preservarse de cualquier contacto heterosexual porque puede poner en riesgo la unidad que alcanzó dificultosamente?

Esta defensa a ultranza de lo propio, en tanto la confusión con el otro es un riesgo que acecha y ya no sólo en los vínculos claramente eróticos, lleva a veces a los adolescentes a pedir un encuadre peculiar y a ir y venir en el análisis, en tanto pueden vivir como excesivo toda situación de compromiso. Dice Philippe Jeammet (“La violencia en la adolescencia: una respuesta ante la amenaza de la identidad”, en Cuadernos de Psiquiatría y Psicoterapia del Niño y del Adolescente Nº 33/34. Bilbao, 1999) que la seguridad interna, el placer de ser y de hacer constituyen una protección esencial contra un exceso de sexualización de los lazos. Sexualización de los lazos que es riesgosa, en tanto los deja desamparados frente al retorno de lo incestuoso reprimido. Todo adolescente tiene que lidiar con este retorno y con los inevitables quiebres narcisistas que se producen en esa etapa de la vida. Cuando hay fallas narcisistas importantes, es posible que se sientan excesivamente dependientes de los otros para asegurar el equilibrio. Esto suele llevar a una sobre-sexualización de la relación con los otros, que en plena reedición de la sexualidad infantil puede complicar los vínculos. Muchas veces, la dependencia de los otros se transforma en rechazo absoluto, en odio por no poder mantener la autonomía. Estar seguro de sí es una cuestión difícil para un adolescente y es una representación que se construye durante la infancia, que casi inevitablemente entra en crisis con la entrada a la adolescencia y que deberá tener ciertos apoyos del medio para poder desplegarse.

Placer de ser

El placer de ser también nos remite a las primeras marcas, pero el placer de hacer, posibilitado por la historia de ese adolescente, habla a la vez de la importancia que tienen en ese momento de la vida los logros reconocidos, ya no sólo por la familia, sino por el entorno social. Pero en muchos adolescentes la actualización de los deseos incestuosos se hace intolerable porque fallan tanto los modelos como las prohibiciones internas y un yo armado en un “como si” se resquebraja. Así, entran en pánico frente a los objetos nuevos, no pueden abandonar a la madre (se odian y la odian por no poder hacerlo) y realizan un movimiento expulsor de sus deseos. Como si para enfrentar los deseos incestuosos debieran arrasar con todo deseo, sentimiento, pensamiento. Lo que predomina es la expulsión de la representación del objeto pero también del deseo mismo, lo que los lleva a sensaciones de vacío, de inexistencia. Como sienten que el fragor de Eros resulta intolerable, se les impone la idea de que el objeto es el causante del “exceso”. Esto los lleva a sentirse atacados por el objeto deseado y a reaccionar con estallidos de violencia.

El empuje pulsional se vuelve entonces atacante externo, queda como algo que irrumpe desde un afuera y no puede ser metabolizado. En la pubertad normal, produce enriquecimiento psíquico, con incremento de vida fantasmática. Pero en algunos adolescentes provoca un ataque a los cimientos mismos de la pulsión, lo que se manifiesta a través de diferentes formas: adicciones, anorexia, actuaciones violentas, cortes en el cuerpo, entre otras. Es aquí claro cómo vuelve lo sensorial, el sentir, como privilegiado y cómo las inscripciones previas pueden facilitar o no determinados avatares. Es frecuente que la hipererotización materna, la dificultad para transformar erotismo en ternura y en pasar de un vínculo con predominio corporal a un vínculo con predominio verbal (ir del cuerpo a la palabra) impida la metabolización de las propias pulsiones. Al reactualizarse los deseos incestuosos, al cobrar otra dimensión las sensaciones y reorganizarse el mundo fantasmático, lo no tramitado puede reaparecer en una repetición abrumadora, a través de actuaciones que buscan escenificar lo que no pudo ser elaborado.

Y también está la posibilidad de que eso no traducido sea retomado y se le otorgue un nuevo sentido y que vivencias de la adolescencia den forma, fantasmaticen, algunas marcas de la infancia, historizándolas, abriendo nuevas posibilidades. Es decir, suele haber movimientos transformadores. La adolescencia es entonces un momento de re-escrituras y a la vez un momento clave en la escritura de la propia historia.

* Psicóloga. Directora de las especializaciones en Psicoanálisis con Niños y con Adolescentes de UCES y APBA. Texto extractado de “Inscripciones psíquicas primordiales. Escrituras y reescrituras”, publicado en Cuestiones de infancia: Revista de psicoanálisis con Niños y Adolescentes.

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