Jueves, 23 de julio de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › TECNOLOGíA Y CONTROL SOCIAL
El autor propone la noción de “familia cyborg”, nacida de “la imbricación de cuerpos y dispositivos tecnológicos de comunicación”: se caracterizaría por la primacía de “un Gran Hermano familiar que apunta a un control absoluto”, y pone como ejemplo los actuales viajes de egresados.
Por César Hazaki *
La diversificación de las características de pareja y progenie abarcan un enorme abanico. Pero dentro de esa variedad de uniones existe, a mi entender, un unificador novedoso para este impactante desorden en que ha entrado la familia tradicional. A partir de la imbricación de cuerpos y máquinas tecnológicas de comunicación, las familias producen nuevas maneras de relación y control. Ese entramado del cuerpo y la tecnología, ese fenómeno que podemos denominar cuerpo mediático, va aglomerando los afectos familiares hacia el modelo de los cyborgs, híbrido de hombre y máquina.
Los integrantes de la familia cyborg suelen pasar mucho tiempo dentro de su casa pero solos, comunicados casi exclusivamente con amigos en forma virtual. En estas familias predomina el miedo, con obsesiones recurrentes por la seguridad personal y familiar. En las vacaciones familiares, el ideal es el hotel all inclusive en una playa cercada, con una gran cantidad de custodios y sin ningún contacto con un afuera definido como muy peligroso. Unas vacaciones que toman su modelo del útero materno.
Una multiplicidad de mercancías tecnológicas surge para sostener y ampliar la demanda familiar de protección. La vida se establece así en un movimiento pendular entre la seguridad y la inseguridad, que va desde el desvalimiento más absoluto al convencimiento de la necesidad de blindar vidas y bienes. Acorde con el modelo cultural hegemónico, la familia cyborg vive en estado de vigilancia permanente; acepta que estar vigilados por diversos Grandes Hermanos es condición insoslayable del vivir en sociedad.
Permanentemente se lanzan mercancías para que la familia cyborg consuma y que supuestamente garantizarán su tranquilidad. Cámaras de vigilancia, alarmas, censores, chips satelitales introducidos en el cuerpo, aplicaciones de smartphones, colaboran para reforzar la seguridad. Vemos crecer el monitoreo del hogar a distancia, botones antipánico en casas y smartphones, rastreadores de personas, autos y teléfonos, cableados electrificados para impedir el acceso a patios y jardines. Los sistemas de vigilancia electrónica son cada vez más variados y sofisticados. Buscan mantener la ilusión de la seguridad absoluta. Los sujetos, constituidos en cyborgs, exigen cada vez más implantaciones de centinelas electrónicos en casas, autos y cuerpos. El cyborg adaptado teme el asalto o el secuestro como el campesino medieval a la peste negra. Acorde con ello, se insiste en definir conflictos personales como “ataque de pánico”.
Hay una dotación de base que el cyborg debe tener para enfrentar sus desasosiegos. En su bolsillo lleva una medicación sublingual para combatir angustias, palpitaciones, etcétera, junto con las últimas actualizaciones de la parafernalia electrónica de vigilancia. Pese al uso de esta profusión de aplicaciones y alarmas, el cyborg no vence el miedo, que se le hace cada vez más presente; algo siniestro lo acecha a cada paso.
En los viajes de egresados de la escuela secundaria vienen ocurriendo cambios, que permiten observar las nuevas condiciones que la vida familiar cyborg claustrofílica promueve. Si bien no todos los adolescentes pueden ir de viaje de egresados, el mito de despedida se expande. En Argentina, el lugar mítico del viaje es Bariloche. En su bello entorno se produjeron los escándalos más grandes de los viajes de egresados: borracheras memorables, riñas entre escuelas diferentes, destrozos en hoteles o en las calles. Todo ello contribuyó a construir el mito del viaje. El desenfreno era lo que más atraía a los contingentes. Los viajes de egresados eran sinónimo de la libertad absoluta.
Los desmanes se agigantaban en la televisión y la radio. Esas noticias escandalizaban y preocupaban a los residentes de San Carlos de Bariloche, y también a los familiares de los viajeros. Para encauzar ese proceso se estableció un código de convivencia que regulaba la actividad de los adolescentes. La implementación del código demostró que la sociedad en su conjunto no toleraba más el desborde juvenil.
Este código de convivencia comenzó a implementarse cuando la concepción de la seguridad personal o grupal por vía tecnológica todavía no se había desarrollado. El viaje de egresados cambió con el código de convivencia, que imponía normas y permitía intervenciones de la Justicia que previamente no estaban habilitadas. Las normas del código había que respetarlas o aprender a burlarlas con nuevas astucias: por ejemplo, la prohibición de introducir alcohol era resuelta inyectando fernet en las latas de gaseosa con una jeringa; también era posible escaparse del hotel saltando por una ventana.
Pero, hoy, la incorporación al viaje de egresados de las tecnologías de vigilancia electrónica impone cambios mucho más radicales y no parece haber modos de evadirlos o desafiarlos. A tal efecto ha sido desarrollado un chip de seguridad. Está contenido en una pulsera plástica que contiene muchísima información personal de quien la porta. Cada joven que participa en el viaje debe obligatoriamente colocarse una de estas pulseras personalizadas. No puede dejar de llevarla en ningún momento. Es una exigencia de las agencias que ofrecen el viaje; el joven que no tenga puesta la pulsera pierde toda posibilidad de ingreso a los servicios contratados.
El brazalete ha alcanzado un gran éxito y las empresas turísticas lo promocionan como una manera de cuidado y protección para los viajeros. El chip de la pulsera contiene todos los datos de identidad y salud de quien la porta. A lo largo del viaje, su identidad y su historia clínica serán certificadas exclusivamente por la pulsera. El adolescente, cuando llega al hotel, para abrir la puerta de su habitación, cuando entra a un boliche, pasa la muñeca por un sensor. El dispositivo permite que se le abran puertas en todos los lugares contratados.
A la pulsera se le agrega el seguimiento personalizado, a la entrada y salida de los boliches. Los grupos de jóvenes son monitoreados por una extendida red de fibra óptica instalada exclusivamente para este masivo y personalizado seguimiento. En alguna central, alguien sigue los movimientos de los alumnos. Todos ellos son visibles todo el tiempo para la empresa. Se trata de no dejar cabos sueltos, ninguna experiencia del joven queda librada al azar. El joven se convierte así en un bello pez, que cree nadar en mar abierto y lo hace dentro de una pecera transparente, a la vista de los adultos.
Este proceso de control social, que anticipa otros que están por venir, se toma como parte necesaria del vivir en sociedad. Los padres ven que los viajeros están mucho más supervisados y que las condiciones de seguridad de los mismos están mucho más garantizadas. Se les ofrece a los padres tranquilidad por vía del intento de control absoluto sobre el movimiento de cada uno de los adolescentes. Por su parte, los adolescentes tampoco se oponen a las pulseras; las naturalizan como un modo más en que la tecnología se incorpora a sus cuerpos.
Con la vigilancia tecnológica atada a la muñeca, el Gran Hermano familiar ha impuesto condiciones. Hay horarios de entrada y salida que cumplir y muy especialmente hay que hacerlo en grupo. Nadie se puede separar de la manada, por ejemplo, para salir o entrar a los boliches. El grupo pierde así su condición de tal, con sus complicaciones y problemas, para convertirse en una manada que se arría de un lado para otro.
Estos nuevos métodos de control en los procesos que van de la dependencia a la independencia en la vida de los adolescentes nos permiten ver cómo se negocia la salida del ámbito familiar de las nuevas generaciones. Se podrá afirmar que estos controles aportan al cuidado de los jóvenes, a quienes se los considera siempre en peligro, de acuerdo a cómo se vive hoy bajo el paradigma del “ataque de pánico” en especial en los espacios abiertos. Enamorada la familia del encierro, lo propugna como único modelo a seguir. El control social se refuerza tecnológicamente y por ello se hace más absoluto.
Cabe preguntarse: ¿cuáles son los descubrimientos y distancias que este tipo de familia tolera de sus hijos? Es necesario interrogarse sobre lo que ocurre con la experiencia de la autonomía y el descubrimiento de la libertad que la misma conlleva. Las experiencias de autonomía le van demostrando al adolescente que hay que tener variados recursos simbólicos para su despliegue, también para descubrir de qué manera enfrentar los obstáculos que se encuentran en el camino. En ese proceso, se reconoce que perder muchos beneficios de la dependencia genera miedo. Todo ese proceso es íntimo, personal. Las familias cyborg están permanentemente acechadas por el miedo y no toleran fácilmente la separación de los hijos. Esto no es nuevo, ya Freud sostenía que la familia no desea soltar a su progenie, y agregaba que cada hijo que sale del vínculo de dependencia familiar es un triunfo de la cultura. Realzando la exogamia, Freud dirá que desasirse de la autoridad parental es la tarea más importante del ser humano. Se encuentra en ese movimiento lo que solemos denominar progreso cultural y Freud estaba convencido que era el motor central que dinamiza al conjunto social.
La tecnología, con su pulsera de identificación y monitoreo permanente, refuerza la endogamia. Los jóvenes deberán enfrentar todos estos controles familiares para avanzar en su autonomía. La vigilancia electrónica, al servicio del control parental, no parece haber venido en su ayuda en el proceso de desasimiento familiar, ya que promueve la dependencia y el apego a los padres por vía del miedo.
* Texto extractado de un artículo que se publicará en el número de agosto de la revista Topía.
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