Jueves, 23 de julio de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › LO TRAUMáTICO EN HOSPITALES PúBLICOS
Por Eduardo Müller *
La clínica de lo traumático se diferencia de la clínica de lo neurótico tanto como la novela negra norteamericana se diferencia del policial inglés. El detective del policial inglés es una persona sedentaria que con su inteligencia resuelve enigmas sin que se le apague la pipa. En cambio, los detectives de Dashiell Hammet o Raymond Chandler se meten en el barro de la experiencia, ponen el cuerpo, lo exponen y pueden llegar a salir magullados. Para estos detectives el enigma, si lo hay, es un detalle menor. No es que algunos psicoanalistas sean como Sherlock Holmes y otros como Philip Marlowe. Son los casos mismos los que deberían determinar el analista que les corresponderá. La clínica de lo neurótico nos vuelve Holmes; la de lo traumático nos acerca a Philip Marlowe.
La injusticia jerárquica de nuestros dispositivos de salud mental hace que en los hospitales públicos los casos más difíciles les lleguen a los profesionales menos experimentados. Jóvenes residentes y concurrentes trabajan en cruentas trincheras, con todo su entusiasmo, pero sin la experiencia curtida de Philip Marlowe, con sujetos en los que el sufrimiento psíquico se conjuga con la emergencia social. Y a muchos terapeutas les cuesta mucho soportarlo. Para ello es necesario que el dispositivo grupal de la supervisión sea un ámbito de confianza y solidaridad en que el relato de la dura experiencia se aloje, se comparta y se piense. Recuerdo un equipo de asistencia de niños abusados que trabajaba muy bien en sus tratamientos, pero que no podía contar sus casos en la supervisión. Algunos empezaron a tener síntomas, intoxicaciones varias donde la sustancia intoxicante era lo traumático escuchado sin digerir. Hubo que inventar alguna manera en la que pudieran contar lo que parecía ine- narrable. Ellos no querrían contar de la manera en que cuenta el periodismo amarillo, pero tampoco querían narrar con la frialdad burocrática de un expediente judicial o un parte policial. La apelación a la literatura pudo ayudar. Textos como El entenado de Saer o “El milagro secreto” de Borges ayudaban a contar lo traumático de una escena de antropofagia o de un fusilamiento. No sólo ayudaban, autorizaban.
Es que la clínica de lo traumático muchas veces incluye dos traumas, el del que lo padeció y el del que lo escuchó. Pero si ese trauma se volvió relato una vez, requiere que se lo vuelva a contar. Y que se lo vuelva a escuchar. No se trata sólo de una “cura por la palabra”, sino también de una cura por el relato. Narrar es construir una diferencia con lo vivido. El trauma es la misma escena volviendo igual, una y otra vez. Hasta que se vuelve narración. Entonces algo puede despegarse y desplegarse. A condición de que alguien pueda alojar esa narración.
En las violaciones, en los abusos, en las muertes violentas, en el desempleo y sus consecuencias no hay enigmas a resolver. La historia familiar no es la única dadora de sentido, si no se la incluye en su inserción social y cultural. Alguna vez una analista contó cómo una paciente púber vio que su padre mató a su madre. El padre fue apresado. La niña después de una visita a la cárcel pregunta: “¿Por qué lo hizo?” La analista calla antes de obedecer a su sentido común de consolar esa aparente pregunta ingenua y dolida. Y la niña sigue: “¿... Por qué lo hizo él y no la mandó a matar?”. Allí estalla el sentido común. Ese silencio acompañante permitió que surgiera otra subjetividad, en que la muerte y el Edipo adquieren nuevas modulaciones.
En otra supervisión, un analista irrumpe en llanto mientras cuenta el relato de un paciente víctima del terrorismo de Estado. Agrega, entre sus lágrimas, que el paciente nunca lloró. Un residente miembro del equipo se le acerca y le dice: “Bueno, alguien tenía que llorar”. El alivio aparece inmediatamente.
La confortable pureza ética con que un analista en su consultorio privado elige a quién no atender, desaparece en los servicios hospitalarios. En una reunión de supervisión grupal en un consultorio hospitalario, alguien golpeó la puerta con fuerza y, sin esperar respuesta, entró: era el padre, de profesión boxeador, de una adolescente, atendida por un terapeuta presente en la reunión. Mirando a todos, nos dijo: “¿Quién carajo es el doctor con que se calentó mi hija?” El analista calló y el supervisor (que era yo) quiso salir corriendo. Pero la jefa de residentes se levantó, y con un tono que habría calmado a un león enfurecido, lo tomó suavemente del brazo, lo sacó al pasillo y le habló en voz baja. El hombre, calmado, se fue; la jefa entró y sin contarnos qué le había dicho preguntó: “¿En qué estábamos?”. Muchas veces los terapeutas hospitalarios saben más que el supervisor de cómo reaccionar ante lo imprevisto.
En los comienzos de mi práctica clínica, durante la última dictadura militar, fui concurrente en el Policlínico de Lanús. Nadie me dijo, hasta pasados muchos meses que un tiempo antes de mi entrada habían venido a buscar y hecho desaparecer a la psicóloga Marta Brea. Del servicio ya se habían alejado sus míticos fundadores, y cuando entré me impresionó la cercanía de los consultorios con la morgue. Entré en el Departamento de Niños. Jugaba a jugar, pero no me salía. Pero los niños igual jugaban y algunos conmigo. Incluso me hablaban. No entendía, ni sabía qué era entender. Busqué, rogué ayuda. Había un supervisor que al escuchar mis balbuceantes casos, con sus ojos entrecerrados hacía una pausa al final y sólo decía, según la ocasión: “Mucho instinto de muerte”, “Poco instinto de muerte”, “Más o menos instinto de muerte”. Eso era todo lo que tenía para decir, o para medir. Más allá de la dura soledad a la que esas intervenciones me exponían, algo de esa institución vaciada y amenazada se expresaba por boca del supervisor.
Tímidamente empezaban a surgir consultas de tías, abuelos y primas mayores que traían a niños cuyos padres o alguno de ellos “se fue de la casa, no se sabe qué le pasó”. Costó mucho poder armar algún tipo de red social, allí al lado de la morgue, para pensar y compartir lo impensable con compañeros nuevos y algunos mayores, sobrevivientes del “viejo Lanús”, el de Mauricio Goldenberg, Valentín Barenblit, Marta Brea.
* Texto extractado de un artículo que se publicará en agosto en la revista Topía.
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