Jueves, 23 de julio de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
No todos los que votamos a Recalde votamos a Lousteau. Fueron nuestros votos en blanco. Eran necesarios. Imaginemos si todos ellos hubieran seguido la dirección que reclamaba una utilidad traviesa y demoledora: Rodríguez Larreta casi hubiera ganado aún por más ínfimos votos o simplemente perdido. ¿No hubiera sido bueno afectar hasta ese punto la carrera presidencial de Macri, encima con una catástrofe inesperada? No obstante, la historia no es así, no consiste en una sumatoria lineal de acciones atomizadas pero mágicas. Ese puñado de votos en blanco restituye una extraña veracidad, sin que deje de tener gran importancia el subsuelo electoral súbitamente sublevado en “la misteriosa Buenos Ayres”. De cierto modo, esos sigilosos y perseverantes votoblanquistas son más verosímiles que si Macri hubiera perdido. Lo cierto es que igual se vio ante un abismo. Y para una historia nacional hecha menos con bofetones oportunistas que por rajaduras consistentes en el histórico asfalto urbano, importa más atisbar las significaciones de ese abismo. Macri tuvo que improvisarse kirchnerista, una clase especial de kirchnerista, un “kirchnerista ético”, que se veía obligado por primera vez a adquirir conciencia acabada de lo falso de su posición. Su discurso era un llamado a los futuros votantes kirchneristas: prometía hacer él, y hacerlo bien, modificando su forma pero respetando su fondo, todo lo que antes había criticado como mal hecho tanto en esencia como en procedimiento: Asignación Universal, estatizaciones, fondos de pensión.
No se trataba exactamente de hacerlo todo otra vez, pero sí de decir lo más difícil, asumir una circularidad de la historia que el lápiz uniforme del macrismo antes no hubiera permitido. Hacer lo mismo que el otro había hecho en su fondo, y ponerle como cofia un acento ético, colocando apenas ese supuesto tilde ausente a la materia ya existente. Ensayemos pensar qué hubiera pasado si agregara: lucharé contra los fondos buitre, pero administrando la lucha a mi manera. ¿Pero había aquí margen para arrebatar también esa bandera? La acción de arrebatar las banderas del adversario (lo arriesgo en mi nulidad como historiador de los gestos) podría proceder de las guerras Púnicas o las del Peloponeso. Vaya a saber. Su historia podría contarse desde Tucídides hasta Durán Barba. Pero, con la mirada ante el abismo, Macri bailó –también se puede bailar ante las grandes fosas, el abismo nos hace quemar las naves, cometer divinas irresponsabilidades–, bailó y recitó los puntos principales del kirchnerismo, como si esa patria de anuncios –a la que le faltaban quizás los principales, fundados en el tratamiento crítico de la cuestión de la deuda–, no fuera del otro, sino de él. Nunca como ahora, una palabra política se hermanó tan fecundamente con los efectos más volátiles del discurso, con la “invención política” pero no en el sentido del recordado profesor Lefort, sino en el sentido directo de los poseedores del arte básico del chantismo nacional, la vacuidad excelsa de la política igualada al espontaneísmo de la televisión: “Entramos en los hogares”.
Y como si el momento electoral fuera una cáscara de nosotros mismos, de nosotros en tanto votantes que cultivan, cada uno a su modo, una idea que nos persigue con un trayecto que aun sinuoso es dignamente rememorable para nuestra propia biografía, esa cáscara también emergió en la palabra del otro candidato, el candidato afortunado. El que había sido erigido por un conglomerado que vivía de la imposibilidad de analizar su profunda ambigüedad, como si fuera la apología viva de una sorda angustia convertida en rápida astucia. Con una suma sorprendente de votos facilitados, resignados o transitoriamente empeñados, un candidato se erigía en político de fortuna. Su discurso fue también volátil, “el país mejor que nos merecemos”, rutina de la juvenilia demagógica que con cierto esfuerzo podríamos disculpar, porque el que proclama esa frase nunca imagina su ingenua desmesura. Es que así se está declarando salvador de la patria, pero viviendo en la cascarilla de las cosas. No sabe lo difícil que es conocer lo que merecemos. Porque lo que merecemos es precisamente lo que está siempre en discusión; es lo que se define por las turbulencias de la política o por su contrario, una meritocracia que sentencia su fría superioridad de burocracia púber, sostenida por expertos políticos de bambalinas. El Afortunado se equivocó respecto del fútbol, en una cuestión fundamental. Los resultados, en el fútbol, nunca son el final, así como en la política nunca son el principio. En el fútbol, porque cada partido se enlaza con el siguiente y éste con el que ya lo espera, a modo de una infinita continuidad (las “rachas”) que no admite estaciones intermedias. Cada resultado es fin e inicio; una larga conversación futbolística teje su inacabable dialéctica frente a esas polaridades complementarias. Y en la política, un resultado es también un inicio y un final. En este caso, Hegel no está de ninguna manera refutado por la núbil filosofía de la epifanía. Lo concreto es concreto porque alberga tensiones internas que. sin quitarle a lo real producido su condición determinada, lo deshace siempre en dirección a otros concretos inesperados, pero no carentes de antecedentes y preanuncios.
Tanto Macri como Lousteau –que sean tan parecidos no quiere decir que no haya ciertas diferencias, y que ellos mismos no las hayan ido percibiendo progresivamente– han postulado su condición de hombres de una ética. Esa sería, afirman, su diferenciación con el gobernador de la Provincia de Buenos Aires, con el que el primero tendrá que confrontar inmediatamente. Ahora con el ala herida y encima recitando un credo que es una vertiginosa usurpación de todo lo que él y su grupo abominaban en un tiempo inmediatamente anterior. Los fenómenos de entrecruzamientos discursivos no son los más propicios para las grandes jornadas electorales, con sus sistemas de opciones binarias a veces caprichosos o con reglas que sin proponérselo acentúan un drama dicotómico ya cerrado aunque con ciertas cuotas de azar (igual que la definición de una final por penales). No obstante, este extendido fenómeno de desplazar a los movimientos populares tomando sus consignas para realizarlas “sin demagogia, corrupción o inseguridad”, son modismos que se vieron en las elecciones venezolanas, en las brasileñas, y se ven desde hace tiempo entre nosotros. Todo asesor taimado lo recomienda, es lo segundo que hay que decir luego de afirmar que toqué timbre en todo el vecindario, que me abrió sus puertas y me halagó con unos mates espumosos. Pero el “entrecruzamiento” ideológico, que caracterizó a todo el siglo veinte (recuerdo el gran estudio de Jean-Pierre Faye sobre Los lenguajes totalitarios, que examina la rotunda noción de “nacional-bolcheviquismus”) ya se ha convertido ahora, en cambio, en una táctica comunicacional de vaciamiento de los nervios esenciales del compromiso político.
Porque discurso, acción y compromisos ya se entienden como una parte banal de ese entrecruzamiento. Se trata del modelo de uso de la palabra que los grandes medios comunicacionales proponen a sus candidatos; modelos que en el fondo son tenidos en cuenta por todos los candidatos. La palabra se torna así un ejercicio excavado de significaciones verificables en la historia de cada hablante (o votante) deviniendo palabra fútil. Sus héroes frustrados adoptan actitudes en las que repentinamente sorben casi el íntegro programa de sus adversarios, prometiendo lo mismo pero con “ética”, mientras el justificable giro que producen las técnicas de ballottage se presenta también como momentáneo o tornadizo, aunque encumbren candidatos que se definen a sí mismos como “hombres correctos en situaciones correctas”. Asusta un poco esta noción de la corrección humana y situacional. Uno se ve ante el despeñadero y se entrecruza totalmente con el otro; en cambio, el recolector inesperado se siente correcto, fruto de la áurea proporción que le brindó el electorado. Ambos hablan de ética como su potencia diferencial; sería bueno un debate en que nos digan qué entienden por ética, si un imperativo categórico, si la “ética discursiva” de Habermas, si la “ética de salvación” de los capitalistas.
Dentro de poco se enfrentarán en una jornada dramática, dos candidatos que deberán definir cuestiones fundamentales sobre el autonomismo de la acción política y la soberanía en las decisiones de los grandes colectivos humanos. De uno ya sabemos que cambia rápidamente de sacón (como dice la canción de Fernando Cabrera) y del otro esperamos que, aun si entrecruza temas que atraigan a otras porciones del electorado, no lo haga convirtiendo en volátil, insustancial y pasajera a la palabra política.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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