PSICOLOGíA › LA ANOREXIA Y LA BULIMIA “COMO UNICO RECURSO PARA RELACIONARSE CON EL DESEO DEL OTRO”
Huelga de hambre hasta la muerte en la familia
Muchas aparentes anoréxicas no lo son de verdad, pero –sostiene la autora de esta nota– existe también la anorexia “vera”, que (lejos de no desear) lucha a muerte por preservar el deseo. La bulimia, en cambio, cede al goce de la madre.
Por Silvia Amigo *
Muchos casos que hoy se clasifican como anorexia o bulimia no merecen ese diagnóstico. Sin lugar a dudas se trata de una moda de diagnosticar, inducida además por los medios de comunicación. Muchos de estos casos corresponden a histerias que presentan, además, algún trastorno de la alimentación. Pero, si de una histeria se trata, ese trastorno jamás será el único recurso del sujeto para relacionarse con el deseo del Otro. Si en estos tiempos hay muchas histerias que añaden una anorexia o una bulimia no veras a su manojo sintomático de recursos para lidiar con el deseo del Otro, es porque es típico de esta estructura buscar un eje identificatorio. Como están de moda estos trastornos, munirse de ellos resulta eficaz como modo de identificación con un grupo de pares. Pero, si se trata de una histeria, habrá además síntomas conversivos, acting-out, angustia. En cambio, cuando de una anorexia vera se trata, el sujeto cuenta sólo con un contundente dejar de comer como recurso para poner a jugar el deseo del Otro. Las anorexias y bulimias veras tienen, como único recurso para movilizar el deseo del Otro de un modo sostenible, el trastorno alimentario.
Las deudas de mamá
¿Por qué las mujeres quieren tener hijos? El pasaje de una mujer por el Edipo suele culminar en el deseo de tener niños que restañen en ella la falta fálica. Por supuesto, no es éste el único deseo que va a organizar el mundo fantasmático femenino, pero suele suceder que el bebé sea un estabilizador esencial en la vida femenina. Ocurre con frecuencia que sin ellos una mujer, cuya esencia de no-toda la promete a un cierto nivel de errancia, no llegue a sentirse centrada.
Para este deseo femenino de maternidad, Freud proporciona una matematización, una ecuación: pene=niño (esta ecuación está debilitada, tal como suele decirse en teoría matemática, por la riquísima formalización freudiana de la pérdida inevitable de “la cosa”, das Ding, entre la madre y el niño). El pasaje por el Edipo hace traducir la falta universal de objeto que padece el ser parlante, si se ha estructurado del costado femenino de la subjetividad, como falta de falo. El niño es convocado a restañar una falta fálica en la madre.
¿Cómo le llega al niño la vigencia de esta ecuación? La voz de la madre porta en principio, como deuda con su propio padre, la apetencia fálica. Resultará crucial que la madre haga oír esta deuda a su retoño. Deberá hacer oír también la deuda con el varón sexuado que le ha hecho ese hijo. Y todo esto sin olvidar que durante su desarrollo de niñita, el falo, primeramente, se lo había pedido a la madre.
Pero esta convocatoria al niño en tanto falo, a pesar de ser central y estructurante, no es la única. Hay otra valencia del niño, según la cual éste tiende a equivaler a un objeto parcial, al objeto “a”: el niño toma también el lugar de aquello que cae de la operación escritural paterna como resto. Respecto de esta atribución, la madre se encuentra inmersa en un no saber radical. Esta valencia no sabida del niño –de ser bien tramitada– devendrá prenda crucial de la motorización posible del deseo.
“No quiero más”
Cuando el chico se rehúsa, y esto debiera poder permitirlo el Otro (la madre, pero no olvidemos el temible caso del padre maternante, tanto o más estragante que la más demandante de las madres), sin que lo decida con la conciencia, a no ser enteramente el falo, una parte viva del chico va a ser preservada como motor de su propio deseo, por ejemplo, de comer.
Según sea emitida la demanda de la madre, el niño ha de comer de modos diferentes. Cuando el niño cede por entero, sin resto, a la demanda de ser el padre que sostenga a la madre, se hace voraz. Atrapado en la demanda materna –tratando de conformarla, de representar sin resto al Padre, misión imposible–, el niño, sobreadaptado, devendrá voraz.
El niño puede tener, en cambio, desde muy temprano un margen de libertad con relación a la demanda de la madre, si ésta crea las condiciones para que así suceda. Esa clase de madre acentúa, del valor fálico de su bebé, el costado de la significación, que apunta a la falta central del Otro.
En esas condiciones el niño podrá no ser voraz, dado que podrá comer motivado su apetito por el resto “a”. Ese objeto, colocado por la eficacia de la operatoria del padre edípico en la estructura en calidad de agalma, causa del deseo, y ya no de resto, motorizará un modo normativo de comer.
Cuando la demanda de la madre es imperativa (“¡Sé enteramente un significante que me complete!”), el chico tomará la vertiente del goce fálico de la madre sobre él. El goce fálico, a diferencia de la significación, acentúa la cara de sutura de la falta en el Otro.
Se constatan en la clínica múltiples casos en que el niño no se siente legitimado para utilizar el objeto “a” como resto que mantiene abierto el apetito, pieza central que pueda motivarlo a comer, como a vivir en general. Entonces, o bien cede a la demanda materna y come vorazmente, acentuando el costado de goce de esta demanda, o bien defiende el resto vivo a rajatabla, negándose a comer otra cosa que ese resto mismo. Come, en una escena que participa de las características del acting out, una escena que muestra tenazmente al Otro, pero come nada.
Ese comer nada frente a otro que, de ese nada, nada quería saber, es el núcleo estructural de la anorexia vera. Esta implica, pues, comer nada en medio de una escena cuidadosamente elaborada a los fines de hacer ver a otro, que nada quiere entender del objeto que motiva el apetito, cuál sería el modo de comer sujeto a deseo.
Una madre “suficientemente buena” –al decir del psicoanalista Donald Winnicott– da de comer al chico una comida escandida de palabras, proponiéndole a su niño, con la palabra, la incorporación del lenguaje. Ofrece la palabra a un ser que no la entiende aún, pero que es perfectamente capaz de incorporarla en la medida en que esté siendo convocado a ingresarla a su cuerpo. Esta madre ofrece el pecho junto con la palabra. Por supuesto, no se trata de que agobie al bebé con su goce invocante, situación que volvería a hacer caer la frágil báscula de la función materna hacia el costado del goce fálico sobre el niño.
Lo da también junto con el abrazo muscular, tomando en sus brazos al bebé para darle el pecho. La pulsión anal entrará entonces en escena dado que la musculatura estriada de la que depende el abrazo se proyecta libidinalmente en el orificio anal.
Le propone también una comida que integra lo oral con lo escópico, porque lo mira a los ojos, única razón por la cual el bebé aprende a fijar la mirada. Si no se le ofrecieran los ojos de la madre al bebé, éste no podría fijar la mirada.
Si una madre alimenta maternalmente a su bebé, permite que se repita en la lactancia la escena de la comida totémica: apuesta a que ese niño puede incorporar al padre. Si así no lo hiciere, si no repitiese en la lactancia la escena de este banquete ritual, la succión del pecho no constituiría la ocasión primordial del ingreso en el mundo de la cultura. Una madre que sostiene su función ofrecerá a su retoño, desde un certero saber inconsciente, con las primeras mamadas, este banquete.
Entre el tenedor y la pared
Muchas madres acosan a su retoño legitimando únicamente una comida que se limite a hacer crecer al Padre en el cuerpo del niño: exigiendo que el niño encarne –literalmente– la fálica figura paterna que pueda sostenerla a ella misma. Esta exigencia pone al niño entre la espada y la pared. Debe elegir entre conservar el amor de la madre, impidiéndose el derecho de dejar algo en el plato, es decir, de resguardar algo de real que no sea obligatoriamente ofertado a la madre; o perder su amor en caso de resguardar la función vital de ese resto. Es común que estas madres no permitan –bajo amenazas que, para quien desconociera la estructura, resultan absurdas y desproporcionadas– que el chico se rehúse a comer. Al obligar a comer todo lo que se oferta en el biberón o en el plato, se impide la transformación del resto en motor del lanzamiento del deseo de comer.
Bajo la presión de esta demanda, comer se ubica en los antípodas del deseo de comer. La demanda de esta madre sólo hace lugar a la alimentación en tanto y en cuanto ésta haga cada vez más grande, más fálico, más sostenedor, más “su” padre (el de ella) al niño. Pero el niño sólo puede desear comer si cuenta con un resto del padre que se le ha permitido no incorporar.
Algunas exigen a su hijo que coma para identificarse enteramente al falo y, ahí donde el niño deja alguna señal de que esa identificación no es total, lo dejan caer retirándole su amor. Ante esa presión el niño puede ceder y devenir voraz. Si, así, elige el lado del goce en la ecuación deseo-goce, se acentuará la pendiente bulímica. Cediendo a la demanda, plegándose hacia el goce, el niño optará por la inclinación fácil del esclavo, quien prefiere, a costa de su dignidad, conservar la vida y el amor del amo.
Si opta, en la pendiente del amo, por defender a rajatabla el deseo de comer, entonces va a comer nada. Si éste resultara su único recurso para poner a salvo el deseo al mismo tiempo que conserva la llamada al Otro en la lenta y ominosa escena de la cadaverización del soma, nos encontraremos en el terreno de la anorexia vera.
“Comé para satisfacerme”
Solemos hablar de “la” anoréxica. Cierto es que hay consultas de anoréxicos y bulímicos, pero la proporción es marcadamente menor. Ninguna anatomía obliga a asumir una posición en la estructura, pero sin duda predispone. Freud afirmaba que el destino es la anatomía. La niña se presta mucho más a que la madre la ecuacione sin resto con el falo. Paradójicamente, el pene del varoncito guarda en potencia un goce para sí. Este goce de su pene provee un reducto de goce propio que se resta a la madre. La niña carece del órgano que podría ayudar a hacer tope a que la madre imagine que puede hacer de ella, por entero, el falo. No por nada se insiste en el estrago que muchas veces preside la relación madre-hija.
La anoréxica que come nada, lo hace así para intentar salir de la encerrona en que se le exige comer según demanda imperiosa de dar la medida fálica de la madre. Creemos que se trata de un intento, sostenido a muerte, de liberarse de una demanda acuciante de comer para adquirir el formato fálico que satisfaga el gusto de Otro.
Es cierto que la madre de la anoréxica suele invocar razones del orden de la necesidad, adoptando un lenguaje de nutricionista o de médico, lo cual para su hija resulta particularmente intolerable. Y esto suele ser mera racionalización de una demanda perentoria: “¡Aliméntate para satisfacerme, para dar la medida del falo que me reasegure!”.
La anoréxica vera, cuya tozudez y orgullo lindante con la locura han subrayado excelentes autores (como Ginnette Raimbalut y Caroline Eliaschieff en Las indomables. Figuras de la anorexia, Ed. Nueva Visión), se vuelve una suerte de militante del deseo. No teme morir en defensa de su causa. Su propia cadaverización es ofertada a la mirada del Otro, quien, desesperado y sin comprender nada, ve desarrollarse la lenta mutación: deviniendo nada, a costa muchas veces de su propia vida, la anoréxica logrará la hazaña de poner en falta, en lo real, a una madre difícil de poner en esa situación. El juego con el deseo de la madre, en la anorexia, es a muerte.
La histérica, en cambio, quiere movilizar el deseo del Otro, pero por lo general no desea ni precisa morir. El juego histérico con el deseo del Otro toma en la histeria la más propiciatoria vertiente lúdica.
El hambre del amo
La anoréxica vera, que tiene como único recurso comer nada, no juega lúdicamente con el deseo de la madre. Juega a muerte real. Al jugar a muerte con el deseo del Otro, al hacerse ella misma en su cuerpo cadavérico el deíctico –la mostración, el señalamiento: el “éste es...”– del deseo de la madre, al aceptar esta apuesta la anoréxica se emparienta con la posición del amo. La histérica, en cambio, busca un amo. La anoréxica se planta ella misma en esa posición, dado que desprecia la vida en tanto ésta no le sea dada en los términos de dignidad extrema que ella reclama. Arriesga, impertérrita, el riesgo cierto de la muerte. Hegel describió así la posición de amo, la de aquel que prefiere la muerte antes que vivir en un mundo que funcione fuera de la órbita de sus propias reglas.
En su desafío, no puede percibir que, al privarse de la carne que contribuye a su encanto de mujer, quedará en un juego eterno de miradas con su madre, imposibilitada de salir a la exogamia, allí donde el nada aparece bajo una serie de objetos metonímicos, entre los cuales se encuentran los platos que nos apetecen y que no son sino pantallas exogámicas de nada. La anoréxica carece de la vital función exogámica de la pantalla. La diferencia con la histérica se impone clínicamente otra vez: ella es la reina del uso de las pantallas. Mientras que la anoréxica produce nada con lo real de su cuerpo.
La bulímica se sitúa, en la ecuación goce-deseo, del lado opuesto a la anoréxica. Ella cede al goce, desesperando de encontrar un deseo para poder comer. Lo que diferencia la mera voracidad, problemática en sí misma, del cuadro bulímico, estriba en el destino posterior a la ingesta. Tanto en la voracidad como en la bulimia, la comida no participa de ninguna regla de banquete, regla que preside desde nuestro inconsciente cualquier comida cotidiana, donde debiera repetirse el ritual social y solemne de la comida totémica. La comilona, una vez que se han soltado las amarras y se ha cedido a la demanda, consiste en una ingesta furtiva, clandestina, sin lazo social, sin cuidado escópico, sin escansión por charla alguna. Como intento en el límite para operar el salvataje del deseo, si se tratara de una bulimia vera, se añade un intento de recrear el rien vomitando la comida obscena que ha ensuciado el cuerpo. En el último minuto, una vez entregada a la indignidad de una comida no regida por el deseo, la bulímica vera sólo cuenta con el recurso de hacer aparecer el vacío del objeto mediante un vómito. El vómito reiterado pone en peligro el medio interno y puede llevar a la muerte. En cualquier caso ha perdido, además, la dignidad de ese cuerpo.
En ambas estructuras, anorexia y bulimia veras, hay detención del fantasma, y por ende fracaso del mismo, en el estadio narcisista de su constitución. El único objeto que la anoréxica propone para movilizar el deseo es el objeto narcisista, ella misma muriéndose e infligiendo con su muerte una falta que no se podría hacer advenir por otro medio. Se trata de una falla en los albores de la constitución subjetiva.
* Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Texto extractado de Paradojas clínicas de la vida y la muerte, que distribuye en estos días Homo Sapiens Ediciones.