PSICOLOGíA › EFECTOS DEL ATENTADO A LA AMIA SOBRE LOS VECINOS DEL BARRIO

“Todo el tiempo sigue estallando la bomba”

Un equipo de psicoanalistas que trabajó con el vecindario, desde el atentado en la calle Pasteur, narra su experiencia con los sobrevivientes del “agujero material e institucional” que dejó la explosión, y desemboca en una pregunta muy actual: ¿cómo es el lazo que se funda en la vecindad?

Por Ana Berezin, Silvia Galperín, Graciela Guilis, Ariel Jarach, Vida Kamkaghi y Osvaldo Saidón*

Ocho años después del atentado contra la Amia, volvemos a internarnos en una experiencia que por diversas razones no pudo ser escrita anteriormente, ni siquiera discutida en foros como éste u otros similares. No descontamos razones personales de los más diversos tipos, ni cuestiones ligadas a la insuficiencia teórica e ideológica con la que enfrentamos esa intervención. Pero si algo nos anima a insistir, a pesar del tiempo transcurrido, es que la magnitud del daño que persiste y persistirá, siendo una de las razones principales que hace obstáculo a la reflexión, nos reclama volver sobre el análisis de nuestra implicación en los tiempos que corren.
En aquel momento ya percibíamos que los conceptos de implicación, sobreimplicación o distanciamiento estallaban ante la imposibilidad de encuadrar nuestra intervención en cualquier tipo de metodología propia de los trabajos de análisis institucional o de socioanálisis tal como los veníamos realizando. Durante toda la intervención, se fueron intensificando los sentimientos de desamparo, que nos habitaban desde el comienzo.
Existían también otros equipos de salud mental que desplegaban una importante y difundida labor de asistencia a las víctimas y damnificados. Ellos, nosotros, los vecinos y otros sectores ciudadanos nos orientábamos hacia las acciones que promovieran un trabajo de restauración.
Para nuestro equipo, y desde las primeras reuniones, anteriores a nuestro acercamiento al barrio, la idea era que la intervención debía generar una salida colectiva y no sólo individual. Las metas, que estuvieron en consonancia con las propuestas de los vecinos, abarcaban tanto el plano material (indemnizaciones, reconstrucción edilicia) como el intento de una restauración subjetiva por la creación y desarrollo de nuevos lazos sociales en la zona.
Hacíamos ese trabajo porque no podíamos dejar de hacerlo, y nos arrastró al barrio, a la cuadra de Pasteur, una fuerza similar a la que llevó a miles de habitantes de esta ciudad y a centenares de profesionales, médicos, abogados, ingenieros, psicólogos, a tratar de hacer algo, ante la magnitud de la devastación.
“La bomba sigue explotando”: este señalamiento, que hicimos en una de las primeras reuniones, fue hecho propio por los vecinos. Repetían una y otra vez esa frase ante las dificultades con los organismos del Gobierno, las instituciones judías y las escolares de la zona para dar respuesta a sus reclamos.
La primera vez que llegamos al bar de Pasteur y Viamonte para tratar de tomar contacto con los parroquianos de la cuadra, nos invadió un sentimiento de desolación y de impotencia que acompañaría toda la tarea de los meses siguientes. No es ajeno a este sentimiento el marco de impunidad que ya se venía consolidando en el país por esos años. No obstante, percibimos que era fundamental, para los vecinos que se acercaban y para nosotros mismos, transformar la impotencia en acciones tendientes a escuchar y a que fuesen escuchados los diversos reclamos que surgían.
La gestación de un dispositivo asambleario pequeño, con aquellos que querían participar y manifestaban que querían quedarse a trabajar y vivir en el barrio, nos incluyó a todos en un espacio afectivo existencial común. En poco tiempo, era difícil discriminar las tareas que correspondían a los vecinos o a cada miembro del equipo. De hecho íbamos a las reuniones que se convocaban en el barrio o con las autoridades de las diferentes instituciones implicadas, en función de las necesidades que percibíamos tanto para nosotros como para la continuación de la tarea.
La caída del lugar del especialista, que augura el análisis institucional, se dio de hecho y de derecho. Las intervenciones en las asambleas junto a los vecinos, con las autoridades de la Amia, las escuelas circundantes, las instituciones técnicas y jurídicas del Estado, nos encontraban en un lugar difícil de sostener pero imposible de evitar: estar como si fuésemos un vecino más. Cómo salir de esta situación se transformó también en nuestro problema. No queríamos abandonar a las personas incluidas en el proyecto, pero tampoco queríamos estar como algo que no éramos, como representantes de un barrio que no era el nuestro.
Hoy, a la distancia, podemos decir que propusimos un dispositivo que nos permitió salir al tiempo que dejó una marca y posibilitó una continuidad. La “Asociación de Vecinos y Amigos de la Calle Pasteur” fue creada por decisión de toda la asamblea. Era una institución de vecinos que reclamaban por sus indemnizaciones, por sus casas dañadas, autoconvocados por la necesidad de crear vínculos solidarios más estables para enfrentar el dolor y la reparación. Desde nosotros, nos permitía dar por finalizada nuestra tarea allí, pero no así el análisis que, como vemos, todavía continúa.
Intervención comunitaria
¿Cómo quebrar la dinámica simétrica entre “todo el tiempo estalla la bomba”y “fui, soy y seré una de sus víctimas”? Si esta dimensión cristalizara, el éxito de la violencia terrorista sería pleno, dificultando o impidiendo retomar la construcción de la vida. Este es uno de los efectos destructivos más difíciles de desarmar, ya que romper esa dinámica solicita recorrer las elaboraciones y transformaciones del sufrimiento, la indefensión y los daños presentes en las víctimas. Pero la desmantelar ese entramado paralizante se constituye en una vía posible para las elaboraciones y transformaciones del sufrimiento y de la experiencia traumática.
Se trata de que los sobrevivientes del atentado no queden alienados en una posición identificatoria, para sí mismos y para los otros, que los encierre en un ser absoluto, un “absoluto ser víctimas”. Elegimos la vía de trabajar junto a los vecinos, buscando potenciar modos de encuentro que facilitaran religarse a los otros, compartir demandas, necesidades, reclamos y también sentimientos y experiencias en común. Evitamos cualquier movimiento que tendiera a cerrar esa experiencia dando respuestas, interpretaciones o explicaciones. Trabajamos en la línea de promover la participación, y que las propuestas surgieran de una producción en común.
Nuestro equipo en su conjunto compartió una premisa que nos acompañó durante todo el trabajo: no patologizar los síntomas de dolor, desesperación, impotencia, desgaste y miedo, sino abrir espacios de expresión y producción del pensamiento. ¿Qué logramos? No creo que podamos contestarlo con certeza. Buscamos acompañar un movimiento en el que los vecinos estaban muy solos, a partir de las soluciones que se les ofrecían con un claro sentido individual y fragmentador.
La AMIA, que antes del atentado daba movimiento al barrio, había desaparecido, dejando un agujero no sólo material sino también institucional, ya que sus autoridades se ausentaron del lugar y del conjunto de vecinos. La bomba había hecho desaparecer el movimiento comercial y laboral de la zona. Viviendas semidestruidas o dañadas, comercios, bares y quioscos cerrados. Los vecinos lo enunciaban de distintos modos.
“AMIA no existe, quedó un agujero.”
“El presidente de AMIA es persona no grata porque no apareció por Pasteur.”
“Yo sugiero que la AMIA esté más cerca de Pasteur al 600 para consultas, para sugerencias, porque hay gente que no viene hasta acá” (era la primera reunión, y la AMIA se había trasladado provisoriamente a la calle Ayacucho).
Lo que quedaba de AMIA y sus dirigentes no podían reconocerse como parte de una vecindad-víctima, y los vecinos reclamaban en este sentido. No se sentían representados ni veían en los dirigentes de AMIA referentes comunitarios interesados en representarlos. Fue posible observar en las reuniones con los vecinos la alternancia de estados de cohesión, para la reconstrucción, con otros de desesperación, agotamiento y desborde, que los ubicaban en lugares pasivos, impotentes y rabiosos.
“Hay un ‘éxodo jujeño’, una depreciación de los valores inmuebles de la cuadra.”
“Los subsidios no aparecen y son insuficientes.”
“La farmacia se fue, muchos se fueron.”
“Cada uno se fue jugando su partido” (se refiere a los que cobraron el subsidio).
“O se reconstruye todo el barrio o se levanta”.
En estos emergentes notamos la asignación de un sentido disgregador dado al dinero-subsidio. Por un lado desean recibirlo, pero al mismo tiempo sienten que porta el riesgo de romper posibles lazos solidarios. Uno de los líderes del grupo de vecinos expresa de este modo su expectativa de reconstrucción: “No recibir plata; pedir ingenieros, arquitectos, empresas de construcción y de servicios para reconstruir el barrio. Quiero que la gente construya. La tarea de reconstrucción es terapéutica. Hay que evitar que se vayan”.
En lo expuesto vemos la imbricación entre lo material y lo psíquico. En el grupo se alternan dos tiempos: el del derrumbe o fragmentación psíquica y el de la reconstrucción, visualizada como grupal y colectiva. Estos dos tiempos aparecen transitando por un borde, sin alcanzar un plano de consistencia; al fallar un movimiento reconstructivo se derrumban una vez más los recursos yoicos. Era como si en las reuniones la bomba volviese a explotar, al modo de las imágenes televisivas que repetían permanentemente las consecuencias del atentado.
Estado y fragmentación
“El Ministerio pone en duda lo que decimos.”
“Hay una línea de crédito del Banco Ciudad para la que se necesita certificado de damnificado: lo pedimos y nos dijeron que no.”
“Nosotros tuvimos que impulsar el micro.”
“Lo que se logra es el desgaste de toda la gente. La política del Estado es el desgaste.”
La dinámica grupal muestra los dos movimientos a los que hacíamos referencia: a toda propuesta organizativa –por ejemplo, concretar la representación jurídica de los damnificados en forma conjunta– le sigue un planteo de quejas y auto reproches.
“No tenemos fotos.”
“No armamos nuestro propio legajo.”
“Ya van a sacar el micro y muchos no recibieron nada.”
Estos emergentes los paralizaban y ponían trabas a un movimiento integrador. En esos momentos nuestro trabajo consistía en rescatar las propuestas surgidas en el momento de cohesión y sostenerlas.
El material de las reuniones nos ofrecía una cantidad muy grande de emergentes grupales, fenómenos de liderazgo, de exclusión, de sospecha y otros, y se hace imposible dar cuenta de todos en esta presentación. Pero nos gustaría mencionar que en las primeras reuniones observamos fenómenos de exclusión por género y por nivel sociocultural. Las voces masculinas predominaban y los intentos de intervención de las mujeres eran interpretados en clave de “estados nerviosos”, frente a la “racionalidad” de los hombres que lideraban el colectivo. Los vecinos de menor nivel sociocultural eran descalificados por no saber “nada de cómo hacer las cosas”. La tensión por el liderazgo del grupo también era evidente.
A partir de nuestra experiencia en la vecindad de Pasteur, y con relación a las actuales asambleas vecinales que han surgido como respuesta a la crisis, dejamos planteadas unas preguntas: ¿cómo es el lazo que se funda en la vecindad?; ¿cómo es la relación de articulación y/o quiebre entre reclamos y formas de resistencia?; ¿cómo incluimos estas y otras preguntas en nuestra clínica actual, bajo un estado de permanente crisis social?

* Grupo de reflexión clínica e investigación sobre la producción de subjetividad social en el dispositivo psicoanalítico, convocado por la explosión de la AMIA. Trabajo presentado en las Jor-nadas “Clínica psicoanalítica an-te las catástrofes sociales. La ex-periencia argentina”, 2002

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