Jueves, 15 de abril de 2010 | Hoy
Por L. K.
Nos acercamos a una escuela por el pedido de intervención para un alumno que está cursando su tercer grado y al que llamaremos Juan. Los padres de sus compañeritos ya han hecho la denuncia a la policía y están reunidos en la puerta con pancartas esperando la llegada de un canal de televisión. Sin entrar en los detalles de este caso, vamos escuchando con cierta insistencia el significante “monstruo” para referirse a Juan. Al modo de un traje que le calza a medida, el actúa fijado a ese rasgo, sin mediaciones, sin margen para los cuestionamientos.
Cuando comenzamos a trabajar con Juan, él no puede permanecer dentro del aula, por lo cual no participa en la mayoría de las actividades pedagógicas. Luego de un tiempo, la MAP (maestra de apoyo psicológico) acuerda con la docente del grado un proyecto de trabajo sobre la vida de algunos científicos y prepara un afiche con el siguiente título: “‘Monstruos’ de la historia”. “Monstruo” desliza a “genio”; cada cual debe descubrir en qué se considera un “monstruo” o en qué le gustaría serlo. Todos podemos ser un poquito monstruos, sólo para algunas cosas, no siempre, a veces.
Juan está haciendo unos cálculos matemáticos y la MAP, demostrando sumo entusiasmo, le dice que es un monstruo... para las matemáticas. Ambos se ríen. Finalmente, la maestra comienza a preocuparse por las dificultades de otros niños. La MAP se retira.
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