Martes, 3 de noviembre de 2009 | Hoy
SOCIEDAD › UN ANáLISIS DEL FENóMENO MEDIáTICO SOBRE LA CUESTIóN DELICTIVA
“La inseguridad es el modo en que se procesa la miseria en Argentina”, dice Shila Vilker, docente e investigadora de la UBA. Aquí, desmenuza las percepciones sociales de la inseguridad y el papel de los medios de comunicación.
Por Soledad Vallejos
Pocos temas tienen vaivenes tan marcados entre protagonismo pleno y oscuridad como la inseguridad: los desplazamientos que va sufriendo en la agenda (pública, social y de medios), sin embargo, parecieran nunca estar asociados a conclusiones, pero tampoco a revisiones de los modos en que se lo menta. Y sin embargo, “la inseguridad es el modo en que se procesa la miseria en Argentina”, sostiene Shila Vilker, docente e investigadora de la UBA que, actualmente, se encuentra abocada a una investigación sobre las percepciones de inseguridad en los sectores populares, “porque es preciso ver no sólo cómo viven, cómo tramitan la experiencia de la pobreza, sino también la de la inseguridad”.
Aun cuando en los últimos tiempos la seguridad (o su carencia) haya sufrido una retracción en los medios, dice Vilker, “ahora, que reaparece, ¿qué dicen los familiares? ‘Pasa todos los días algo así en la zona...’, con lo cual la ausencia esporádica del tema en la prensa no tiene correlato con la desaparición de lo delictivo. Puede suceder que cada tanto salga de la agenda mediática, pero no sale de la agenda social. Por otro lado, paralelamente, ya no se habla de miseria, sino de inseguridad, porque es el modo en que se tendió a procesar socialmente la miseria y la desigualdad”.
–Tampoco puede sospecharse que salga de agenda una vez que algo se cerró, no se trata de algo que llegó a una conclusión.
–Al contrario, la noticia de criminalidad está en alza. Y crónicamente, cuando se dice que nadie hace nada contra la inseguridad, lo que se está percibiendo es que esos excluidos son demasiado numerosos, que la miseria es demasiado espantosa para estar refrenada. Se corre el riesgo de criminalizar la pobreza, pero lo cierto es que hay una transformación estructural importante. Ya no hay más grandes instituciones contenedoras de la población, no existen más esas grandes instituciones que acompañaban el suceder de los días. Hoy no tienen lugar como los conocíamos ni la institución laboral, es decir la fábrica, ni la institución escolar. Esas instituciones no regulan más el tiempo y el comportamiento cotidiano.
–O tal vez sólo siguen funcionando para un sector de la población.
–Tal vez, pero para una parte importante ya no. Yo estoy haciendo trabajo de campo en la provincia de Buenos Aires y es notable cómo se encuentra una transformación de lo que se percibe como tiempo a espacio. Antes el tiempo se regulaba por horarios rígidos: de 8 a 16 la escuela, de 8 a 18 la fábrica... Pero hoy esos horarios están regulados por el trabajo informal, que es fluctuante, a veces hay, otras veces no, o por una escolaridad fluctuante, porque a veces se va y por un tiempo se deja de ir, porque los lazos no están consolidados con las instituciones. Para toda esa gente, lo que regula el tiempo es la televisión, que no tiene más programas de 8 a 9, de 9 a 10, sino que se articula a partir de sucesiones de espacios, en los que un programa sucede a otros sin horario fijo. Eso hace que para esa gente haya una nueva temporalidad, que no es la estricta, regulada, secuencial, que imponía esa disciplina institucional. Esas son las grandes transformaciones que vive gran parte de la población actualmente. Y no estamos pensando soluciones institucionales para esas grandes franjas de la población. Al contrario, la propuesta es el rigor.
–De alguna manera, ese rigor implica un temor, en el que se percibe a la pobreza como una amenaza externa.
–Sí, la miseria es nombrada como un agente exógeno. Ese riesgo genéticamente interno, que es la miseria, en realidad es percibido como una amenaza externa que viene a alterar el transcurrir de una vida individual relativamente apacible.
–¿Y cómo se piensa en conjurar ese miedo?
–Es que precisamente lo que no hay son soluciones creativas. No hay un diagnóstico acertado de lo que pasó en los últimos quince años, de mediados de los ’90 a esta parte. Como no hay diagnóstico adecuado, sobre todo imaginariamente, y no sólo en términos de políticas públicas, sino de parte también del lector medio de los diarios, en cómo percibe el problema del miedo, del delito, lo que se termina creyendo es lo de siempre: que esa gente no quiere trabajar, porque no entra en la institución fábrica, y a causa de eso delinque. Entonces se propone como solución otra institución clásica, la institución total por excelencia: la cárcel. Es decir que se siguen pensando soluciones que son relativamente viejas, porque hoy no hay cárcel capaz de contener la nueva economía de la violencia urbana y las nuevas formas de experiencia institucional y de articulación institucional. ¿Por qué? Porque esa modalidad de la combinación entre delito y trabajo, eventual, entre delito y escuela, también eventual, son fenómenos que no se excluyen, sino que se complementan o se suceden. El reclamo punitivo y la política represiva, la respuesta punitiva, están desafasadas de una realidad social concreta, que es la necesidad de entender la nueva pobreza. El problema es pensar cuáles son los corolarios de esos reclamos.
–¿Unos vinculados con la extinción de lo que desencadena el miedo?
–Hace un tiempo, cuando fue el caso de (Daniel) Capristo, al que mataron en Lanús (en abril de este año, cuando intentó evitar que robaran a su hijo), Daniel Scioli salió a hablar, dijo algo como “estoy dispuesto a hacer todo en el marco del Estado”, después agregó que en el marco del Estado de derecho. Pareciera que eso aparece como una fórmula en la que se resalta el “estoy dispuesto a hacer de todo”. El Estado de derecho, en última instancia, pone un límite, es lo que de alguna manera frena el rigor que, decía Scioli, exigen nuestros tiempos. También esa vez dijo, como ahora, que la legislación contra el delito requiere mayor rigor que nunca.
–Finalmente, se vuelve a la fórmula del castigo, que ya se mostró insuficiente.
–Es que cuando se plantea un discurso en términos de guerra, como pasa acá crónicamente, se interpela a las víctimas, y el reclamo es que se castigue a quien implica la amenaza para esa víctima. Creo que el discurso que reclama seguridad es legítimo, porque no se puede vivir en una sociedad sin garantías mínimas de seguridad. Brindarla es la obligación primera del Estado. Hay que partir de ahí.
–¿Pero qué se reclama como seguridad?
–Ese es el tema. Es un reclamo que parte de diagnósticos errados y de seguir pensando en términos de una sociedad en la cual el trabajo es la panacea. Pero la exclusión genera sus propios mecanismos. Hay algo curioso cuando hablás con pibes que están ingresando al mercado informal del trabajo y del delito a la vez, chicos que están con un pie en cada lado: los que nunca tuvieron un pasaje carcelario usan la terminología tumbera, buscan hablar así. Y es que para algunos sectores de la población la cárcel se ha vuelto una instancia de pasaje, una experiencia iniciática, es la entrada a ser alguien en el mundo, es la mayoría de edad. En cambio, los que pasaron por la institución carcelaria se cuidan, cuando no están entre iguales, de no usarlo. Los otros hacen ostentación de ese discurso.
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