Miércoles, 3 de marzo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Carlos Rozanski *
El 5 de febrero muy temprano, con dieciocho jueces argentinos llegamos al lugar donde el pasado se encuentra con el presente, y donde se seguirá encontrando hasta que no quede en el mundo un solo individuo capaz de repetir semejante atrocidad y tampoco nadie capaz de mirar para otro lado mientras sucede. Auschwitz, como siempre en esta época, estaba blanco. Nieve que lo cubría todo, menos aquello que no puede cubrirse. Con los colegas, cruzamos el conocido cartel “Arbeit macht frei” –El trabajo hace libre...”– con el que eran recibidos cientos de miles de judíos que llegaban durante la Segunda Guerra Mundial para ser exterminados. Luego de la necesaria detención para mirar hacia arriba y observar la sádica paradoja del mensaje, pasamos el cartel después del cual ya nada iba a ser igual.
Dos días antes, en París, en el Museo de la Shoa –centro cultural dedicado al estudio y conservación de la memoria sobre el Holocausto–, habíamos participado de un intenso seminario producto de un convenio entre el Ministerio de Justicia de la Nación –Secretaría de Derechos Humanos– y las autoridades del Museo. Con participación de importantes personalidades especializadas en la materia y el aporte de los funcionarios argentinos presentes, algunos jueces expresamos nuestra opinión respecto del genocidio nazi y, en su caso, de la relación que podría encontrarse con otros procesos de exterminio como el que sufrió el pueblo armenio en 1915, los tutsis en Ruanda en 1994, así como los vividos durante el terrorismo de Estado en Latinoamérica. Sin embargo, pese a la profundidad con que los temas fueron tratados, incluyendo el dramático testimonio de un sobreviviente de Auschwitz, nada podía compararse con lo que ese 5 de febrero viviríamos en Polonia.
Allí, en el instante de pasar el cartel, el reloj se detuvo, vaciló un instante y luego retrocedió 65 años en un viaje al horror del que nadie sale indemne. Todas las palabras de los expertos, los relatos de los hechos, las cifras del exterminio quedaron tan pequeñas como los bebés que fueron llevados a las cámaras de gas. Del horror teórico, que entra por el oído, pasamos al vivenciado, que entra por la piel. Piel que se eriza como nunca antes frente a toneladas de cabello de seres humanos exterminados, que era vendido por los nazis como parte de esa industria de muerte que transformó millones de familias en humo. O ante miles de anteojos que las víctimas debían abandonar allí porque dentro de la cámara de gas no se podía leer. Tampoco eran necesarias las miles de prótesis de piernas y brazos de madera de aquellas personas que por su capacidad limitada no eran útiles para los verdugos y de inmediato eran exterminados.
En esos instantes, comprendí que un juez acartonado, amigo de usar palabras difíciles y que, a veces, con el tiempo, se transforma en su cargo, puede ablandarse. Puede sentir un cosquilleo que le recorre el cuerpo recordándole la buena magia de llorar ante la atrocidad. Entonces, el reloj volvió a funcionar. La intensidad de la escena permitió contrastar el horror del lugar con la agradable y esperanzada convicción de que mientras haya jueces que lloren, la memoria seguirá siendo honrada.
* Juez de Cámara, presidente del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº1 de La Plata.
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