Domingo, 20 de febrero de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Mariana Galvani *
El asesinato de Lucas Rotella aparece a simple vista como una flagrante contradicción entre el mal que se intenta evitar y el que se produce para evitarlo: para que un joven proteja su vida usando casco, o llevando en regla los papeles de su moto, es perseguido y asesinado por la policía que debía cuidarlo. “Para proteger tu vida, te mato”, es el mensaje que aparece develado. La circunstancia no es nueva en Baradero, donde otros dos adolescentes que no llevaban casco fuero embestidos por una camioneta municipal y resultaron muertos, también para protegerlos. La pregunta que surge entonces es: ¿a quién protege la policía? O más bien, ¿qué protege la policía? Podríamos decir rápidamente, siguiendo las leyes orgánicas que rigen a las diferentes policías de nuestro país, que son las encargadas de “velar por el orden público”. Entonces, cabe detenerse en el significado que adquiere la palabra “orden”.
Pensemos en Baradero, o si se quiere Bariloche, o podría ser Salta, ¿qué tienen en común estas ciudades, además de denuncias acumuladas de abuso y asesinatos por parte de las fuerzas de seguridad? Arriesgo: delimitaciones geográficas claras. Un espacio público dividido en dos, en el que, como en un juego de luces y sombras, existe un lado iluminado, seguro, con plazas, veredas, con cámaras de seguridad por donde pasean turistas y ciudadanos, y otro lado oscuro, no-seguro, no iluminado, sin veredas. Es el espacio reservado a los “otros”, aquellos que no ingresan al sistema productivo o que lo hacen en las peores condiciones, “los que valen menos que la bala que los mata”, como los nombra Galeano.
Cuando “los otros”, los oscuros, usan el espacio que no les está destinado, este ordenamiento espacial se percibe amenazado, en crisis. Es entonces cuando la policía actúa para protegerlo, para volver la situación a la “normalidad”. Desaparece entonces la aparente contradicción que planteábamos al comienzo: efectivamente, hay un bien mayor que proteger, no es la vida de los jóvenes o su seguridad, es el orden. Un orden al que cualquier “incivilidad” parece amenazar.
Ahora bien, esta distribución del espacio público, este ordenamiento social no es (sólo) una decisión policial, es un orden construido, cuidado, protegido, demandado por los ciudadanos y por el Estado. La policía actúa sobre sujetos previa y socialmente definidos como peligrosos. Claramente los asesinos policiales tienen que estar presos, pero cabe al Gobierno, a los ciudadanos, a los intelectuales y a los medios de comunicación repensar qué tipo de ciudades se están construyendo, qué exclusiones suponen, qué orden se está protegiendo.
Q Docente UBA, Instituto Gino Germani, Conicet. Autora del libro La marca de la gorra. Un análisis de la Policía Federal. Coautora del libro A la inseguridad la hacemos entre todos. Prácticas mediáticas, académicas y policiales. Dirige el Ubacyt “Seguridad, Estado, gobierno y subjetividad: construcción de herramientas teóricas para el análisis de las fuerzas de seguridad”.
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