Viernes, 20 de enero de 2012 | Hoy
SOCIEDAD › LA FERIA DE LAS COLECTIVIDADES, UNA ROAD-KERMESSE QUE VA DE GIRA POR LA COSTA ATLANTICA
En la plaza Gesell, en el inicio de la peatonal, cada noche circulan pequeñas multitudes que primero degustan y luego consumen desde empanadas salteñas hasta sofisticados platos irlandeses regados con cerveza.
Por Soledad Vallejos
Desde Villa Gesell
Caprichos de la geografía veraniega: para llegar a Haití, basta cruzar desde Italia; se puede llegar a San Antonio de Areco pasando rápido por México; Jujuy queda a pasitos nomás de España; Siria no está ya en otro continente, sino en una plaza de Villa Gesell. Así es la vuelta al mundo (o a una de sus versiones) según la Feria de las Colectividades, una suerte de road-kermesse que hoy está aquí y mañana (en realidad después del 5 de febrero) rodará por la costa atlántica bonaerense. El único requisito para jugar a ser trotamundos en apenas la superficie de una manzana es esperar a que caiga el sol y dejar la playa. Cada noche, pequeñas multitudes que circulan, miran y a veces compran, aceptan la propuesta en la plaza Carlos Idaho Gesell, hacia el inicio sur de la peatonal vespertina.
Son cerca de 70 los stands que viborean entre el trazado de la plaza, los juegos inflables, las pequeñas hordas de adolescentes preproducidas para la salida nocturna y los niños, como Fede, cuyas madres sufren tratando de interpretar si el mohín ante esas empanadas salteñas fritas en grasa y la enumeración del contenido de los tamales es de agrado o desesperación absoluta. La duda es tan cruel que la madre del pequeño pasea una mirada exasperada alrededor del puesto de Salta, en imploración muda de solidaridad humana. Consigue alguna sonrisa y el silencio inexpugnable del chico, sólo desafiado por Rosa, la señora detrás de esas manos que repulgan empanadas sin respiro. “¿Te gusta o no te gusta?”, lanza con una sonrisa vagamente imperativa, y Fede no tiene otra que sincerarse, que decir que no, para que su madre, con un “disculpá” y algún tirón, siga su camino.
Nada cambia en el stand: los peluches de llamitas blancas siguen colgando entre manojos de vasijas artesanales tamaño casa de muñecas. Rosa, delantal y gorro verde intenso, camisa colorada a rabiar, sabe que enseguida, como le dan la razón los cinco adolescentes munidos de bolsitas con botellas, vendrá más gente, y que aunque vender no es poca cosa, para ella no es lo único. “Somos militantes de movimientos sociales, militantes aborígenes”, explica Rosa, que como integrante de la Asociación Indígena de la República Argentina ya está “acostumbrada a poner carpas así y también culturales”. Por eso al lado de las minivasijas unas hojas plastificadas informan que “La Argentina no es tan blanca como dicen: el 57 por ciento tiene sangre aborigen”. Rosa dice que la gente pregunta “si es verdad lo que leen ahí”. “Nos dicen ‘luchen’, ‘sigan adelante’. Lo que más llama la atención es lo de la sangre. Algunos te dicen ‘yo soy de tal etnia’, ‘mi familia viene de tal lugar’.” Eso, a Rosa le gusta. Salteña de nacimiento, “defensora de los derechos de los aborígenes”, residente en Buenos Aires desde hace años, sonríe: eso “es importante para nosotros”.
Un poco más allá, Irlanda arde. Lo demuestra un sondeo rápido entre las islitas de pasto que, a falta de banco o mesa de la plaza, grupos de amigos y hasta familias completas toman por asalto para dar cuenta de la caza. Entre los adultos rankean alto los vasos de media pinta, los súper chops que más bien son jarras de una pinta, llenos de cervezas doradas, verdes, negras, coloradas. Ante la bandera que da cuenta de las regiones irlandesas, tres chicos y una chica, que apenas alcanza a contar que atienden como a 100 personas cada noche, y que “mucha gente un día viene a degustar y otro recién a comprar”, hacen malabares entre fuegos que sostienen ollas con cordero agridulce, un “irish breakfast” tan imposible para el paladar local que se sirve a la cena y el desafío mayor: el “Dublín coddle”, que no es otra cosa que “salchichas ahumadas, en caldo de ave con mostaza casera y salsa típica”. Créase o no, más de un valiente, y alguna que otra osada, hacen caso omiso del termómetro y sucumben a la curiosidad gastronómica.
No hay sólo una música aquí, porque todos los sonidos, y las voces, y la letanía algo metálica de un juego infantil a la distancia componen una banda de sonido confusa. En Siria aguardan los narguiles; en México, tacos y tequilas;en San Antonio de Areco, artesanías en madera. La sorpresa aguarda en Jujuy.
Apenas un rincón de ceniceros y elementos decorativos en arcilla, sólo alguna artesanía con reminiscencias del Altiplano aguardan en el puesto en el que Oscar no para de responder preguntas, sonreír, sugerir regalos: el hit son las prendas “hechas a mano, porque podemos producir calidad pero no cantidad” para vestir Barbies. La pared izquierda del stand muestra el paraíso de las muñecas fashion victims: trajes de baño “y también trikini, ¡eh!”, vestidos de fiesta con faldas a la rodilla (o a la articulación correspondiente a), vestidos para gala, jeans y remeras de días casuales, sombreros playeros. Del techo cuelgan tapaditos con vuelo, con detalles en piel; sobre la mesa, siguiendo la escala del arco iris, zapatos, zapatitos, botas, carteras, perchas. La concurrencia muestra entusiasmo y hace preguntas, pero Oscar dice que “este año no está tan bueno, porque hay mucha juventud y no consume”. Antes de venir aquí, la Expo pasó por Santa Clara del Mar, donde “es otra cosa, un público más familiar, compra más” estos objetos. “Mi hija saca las ideas de revistas, de desfiles de moda”, cuenta, y luego él, que está en el mano a mano con el mercado, y tiene la experiencia de atender el resto del año el puesto de plaza Francia, en Buenos Aires, pone los precios. “Hace 11 años ya. Es un medio de vida, trabajamos de esto. Y a veces hay gente de las provincias que nos ve acá y después nos compra durante el año. No es sólo que vendamos calidad, sino que también, viste, como está cerrada la importación de estas cosas.”
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