Lunes, 15 de octubre de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › INFORME SOBRE LA VIOLENCIA CONTRA LOS JOVENES EN AMERICA LATINA
Un análisis que recopila el trabajo de expertos y ONG muestra cómo el “control social” de los agentes del Estado es ejercido sobre la base de vincular la pobreza con violencia y delito.
Por Carlos Rodríguez
Un informe sobre violencia institucional en América latina afirma que la que ejerce la policía contra niños, niñas y adolescentes es “física, verbal, psicológica y sexual” y tiene “ciertas particularidades” porque pese a ser “generalizada y extendida, se comete en la clandestinidad y con prácticas de encubrimiento”. Se resalta que esa violencia “sería invisible” si no existieran “las denuncias de las víctimas, de sus familiares –que pocas veces se animan a hacerlo por temor– o por el accionar de las organizaciones sociales”. El trabajo realizado por el Capítulo Infancia de Periodismo Social cita a expertos y ONG del continente –incluyendo a la Argentina– y sostiene que las prácticas de “control social” de los agentes del Estado se basan en “ciertas representaciones sociales sobre los adolescentes” que vinculan “pobreza con violencia y delito”, hasta transformar “al adolescente pobre en ‘peligroso’”. Esto lleva a que la mayoría de los jóvenes identifiquen a la policía “como un peligro, no como una instancia a la que puedan recurrir en busca de protección”.
El informe, denominado “Violencia institucional: niños y niñas víctimas de quien los debe cuidar”, fue realizado por Cielo Salviolo, Gisela Grunin y Eduardo de Miguel. Se afirma que las medidas que se aplican son “cada vez más punitivas, incluida la detención a gran escala de presuntos miembros de bandas”, lo cual está asociado con “la arbitrariedad, la ineficacia y una imposición violenta de la ley”. Eso contribuye aún más a “estigmatizar a los jóvenes pobres y a la violencia”, tal como ha señalado el experto brasileño Sergio Pinheiro en el Estudio Mundial contra los Niños, presentado el año pasado ante las Naciones Unidas.
Respecto de la Argentina, en el informe se dice que “al menos 119 jóvenes de entre 15 y 25 años fueron muertos en 2006, víctimas de la violencia institucional”, según los datos de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (Correpi), que desde 1983 lleva “un pormenorizado archivo que ya suma más de 2200 casos de ‘gatillo fácil’ y torturas que terminaron con la muerte de las víctimas a manos de miembros de las fuerzas policiales o de seguridad estatal”.
Mariana Barrenechea, de Correpi, sostiene que en la Argentina hay una “represión preventiva” hacia los sectores “más conflictivos para la gobernabilidad del país, esto es los sectores más pobres propensos a la organización y al enfrentamiento con el Estado”. Esto convive, dice Barrenechea, con una “represión selectiva” dirigida a “los sectores organizados que participan activamente de la política nacional”. En ese marco, ocurre “una muerte día por medio”. La mayoría son jóvenes: “Del total de víctimas de 2006, el 67,78 por ciento tiene entre 15 y 25 años y más del 90 por ciento proviene de las zonas más pobres”.
Sandra Carvalho, directora del Centro para la Justicia Global de Brasil, resume de este modo la situación en el país más poblado de la región: “Las víctimas de la violencia institucional son los jóvenes negros que viven en comunidades pobres. Este tipo de violencia está presente en su versión represiva a través de las fuerzas policiales, aunque también se manifiesta por la ausencia de políticas públicas, que implican atención sanitaria, escuelas y servicios esenciales”.
Es muy similar la situación que se vive en los países de Centroamérica. “En Costa Rica, las principales víctimas de violencia policial son los jóvenes indígenas y migrantes”, precisa Virginia Murillo, titular de la Organización DNI Defensora de los Niños Internacional, de ese país. En forma coincidente, en el informe mundial del brasileño Pinheiro se asegura que “la vulnerabilidad de los niños a la violencia está relacionada con su edad y capacidad evolutiva. Algunos niños, debido a su género, raza, origen étnico, discapacidad o condición social, son especialmente vulnerables”.
También se hace mención a los casos de “abuso policial y militar atendidos en Venezuela” por la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz entre los años 2000 y 2005. La encuesta mostró que “el 73 por ciento de las víctimas de violación del derecho a la vida, a la integridad y a la libertad personal eran adolescentes y jóvenes”. Pablo Fernández Blanco, en nombre de la Red, ratificó que “los jóvenes son víctimas debido, en gran medida, a factores de carácter socioeconómico”. Es interesante el análisis que hizo, a nivel de continente, la organización Plan Internacional, también citada en el presente informe sobre violencia institucional.
“Las ciudades latinoamericanas, las más grandes especialmente, son ricas en expresiones juveniles, que funcionan como movimientos sociales. En algunos contextos se las ha denominado culturas juveniles. El uso de prendas de vestir y adornos corporales característicos, su carácter más o menos organizado, un lenguaje peculiar y valores explícitos no son raros en estos grupos. No se trata de agrupaciones delictivas o violentas pero es frecuente que estén señaladas con el estigma de tales, por la preocupación que producen en el mundo adulto sus rarezas y formas de resistencia cultural e incluso transgresiones no violentas”, destaca Plan Internacional.
La entidad sostiene que “el acoso policial contra estas personas y las limpiezas sociales son expresiones de esta clase de estereotipos que contribuyen a agravar el ciclo de la violencia, al producir antagonismo y desconfianza entre jóvenes y autoridades. La idea es abonada por Murillo, de DNI-Costa Rica, para quien “las vulnerabilidades sociales y la falta de oportunidades para el ejercicio de sus derechos humanos” transforman a los jóvenes en víctimas del aparato del Estado. “Al ser víctimas de la exclusión social y el empobrecimiento, quedan expuestos a ser clientela del sistema penal”, define Murillo.
Del mismo modo, el elevado índice de muertes cometidas por la policía del Brasil –cuatro veces la media internacional– “sólo es posible dentro de una lógica de seguridad pública basada en la confrontación bélica y en el tratamiento penal de la miseria”. Esto lo dice Sandra Carvalho, quien agrega que, en los hechos, la política de seguridad pública de su país “tiene como criterio de eficiencia la letalidad de la policía”.
Murillo, por su parte, describe que “en todos los países de la región hay violencia institucional, aunque se diferencian en su grado de dureza y complejidad. Guatemala, Honduras y El Salvador viven en una espiral de violencia”. En estos países las pandillas juveniles, delictivas o no, son llamadas maras (por marabunta). La organización PLAN, en su informe, relata que “los miembros de las maras que tienen menos de 18 años y que están encarcelados no han cometido delitos graves. Incluso, la mayor parte de los niños, niñas y adolescentes lo está por llevar tatuajes”.
A la hora de las recomendaciones a futuro, Sergio Pinheiro propicia en su informe mundial que los Estados “reduzcan las cifras de niños y niñas que entran en el sistema judicial dejando de considerar delitos ‘en razón de la condición’” comportamientos propios de los niños como “ausentarse de la escuela, fugarse de su casa” o el hecho de “no poder ser controlados por sus padres”. Y también otras “conductas de supervivencia” como “mendigar, escarbar entre la basura, merodear o vagabundear”. Por último se sugiere lo mismo para “actividades de trata o explotación delictiva a que puedan verse sometidos” los niños por personas adultas.
Karyna Sposato, de Unicef Brasil, advierte que ese país ofrece “una de las mejores legislaciones sobre los niños y adolescentes”, pero de todos modos “las previsiones legales no lograron cambiar por completo las prácticas institucionales y todavía existe, por ejemplo, tortura, maltratos y violencia contra los chicos, especialmente cuando han cometido delitos y quedan bajo custodia de instituciones de privación de libertad”.
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