Sábado, 1 de abril de 2006 | Hoy
Para Gabriel Juricich, abogado de la Federación Boliviana en la Argentina, las condiciones laborales a que son sometidos sus compatriotas no se explican sólo con la sobreexplotación, sino por la tradición cultural de trabajar de sol a sol. La cooperativa como solución.
Por Pedro Lipcovich
Esta nota no podrá ser leída por muchos de sus protagonistas. No podrán leerla porque ellos –los inmigrantes bolivianos que trabajan bajo condiciones ilegales, miserables y tan peligrosas como para que sus hijos puedan morir quemados– no entienden el español, ya que hablan quechua o aymara. Esta diferencia idiomática, es decir, cultural, vale como punto de partida para exponer la manera como Gabriel Juricich, abogado de la Federación Boliviana en la Argentina, enfoca el problema y propone una solución. Antes que considerar a estos inmigrantes como víctimas desvalidas, prefiere entenderlos en su tradición cultural –la del ayllu, unidad ancestral de labor comunitaria– que los lleva a aceptar o aun elegir formas de trabajo que en la Argentina son ilegales. La respuesta, para Juricich, debería centrarse en “que el Estado capacite a estos trabajadores y los ayude a lograr sus propios objetivos”, de modo que puedan unirse y adoptar la organización del trabajo –en cooperativa– que, dentro de la legislación argentina, se aproxima más a sus pautas culturales. Ya lo han hecho en algún caso por sus propios medios, y la experiencia mostró cómo ese pasaje a la legalidad les permitió posicionarse comercialmente hasta el punto de llegar a exportar marcas propias, y los llevó a trabajar bajo condiciones de seguridad que no permitirían un siniestro como el del jueves pasado.
“Hay muchos talleres, en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, similares al que se incendió en Caballito –señaló Juricich, quien, además, es vicepresidente y representante legal de la Federación Argentina de Colectividades–. Para la Justicia argentina, funcionan en forma ilegal. Sin embargo, para los que trabajan en ellos resulta algo parecido al ayllu, forma de organización para el trabajo en común que data del imperio incaico y que sigue existiendo en las comunidades campesinas: todos trabajan de sol a sol; hay un pequeño grupo que se encarga de intercambiar con los ayllu de otras comunidades y recibe por ello una diferencia. A esto, ciertamente, se le agrega una historia de sobreexplotación que viene desde la dominación española y, después, de los empresarios bolivianos mismos.”
Juricich advirtió que la mayoría de estos trabajadores textiles “vienen del campo, hablan quechua o aymara y no tienen escolaridad. Los talleres los contratan en negro; ellos mismos no imaginan que podrían tener beneficios sociales o un horario limitado”.
Pero no se trata sólo de sometimiento, sino también del deseo, propio del inmigrante, de progresar en su país de adopción: “A menudo trabajan 12 o 14 horas por día para lograr determinados objetivos: comprar una máquina, instalarse por su cuenta. Los bolivianos en la Argentina progresan más que el argentino medio, porque trabajan mucho más. Por eso hay cada vez más comercios de bolivianos; sus dueños no llegaron a la Argentina con capital, lo consiguieron con su esfuerzo. Y ese esfuerzo se asienta en uno de los mandamientos ancestrales de la cultura quechua, que son tres: no robar, no mentir y no ser flojo. Ese mandato de no aflojar, transmitido de generación en generación desde el Imperio Incaico, implica trabajar todo lo que sea necesario”, agregó Juricich.
En cuanto a la presencia de chicos en el taller, “los que murieron pertenecían a familias que no vivían en ese lugar; la mayoría de estos trabajadores viven en villas, en condiciones todavía más precarias que las de los talleres, y prefieren no dejar a los chicos solos por el riesgo de que las casillas se incendien, como ya ha sucedido a veces –contó Juricich–. Otras familias, sí, viven en los talleres, porque no tienen otro lugar. También son costumbre las ‘camas calientes’, donde los trabajadores se turnan para dormir y sólo van a sus casas los fines de semana”.
¿Cómo resolver una situación tan intrincada? Según el abogado Juricich, la respuesta eficaz no sería una intervención judicial: “Los encargados de estos talleres suelen ser bolivianos, aunque los dueños sean argentinos, y es improbable que un boliviano denuncie a un compatriota, eso está mal considerado. Y, cuando los casos llegan a la Justicia, no progresan: las causas por ‘reducción a servidumbre’ terminan cayéndose, porque resulta que, en rigor, cobraban por su trabajo y no estaban encerrados: a veces salían poco porque no conocían el idioma y no se animaban”.
El mejor camino sería, según Juricich, “que funcionarios del Gobierno visiten todos los talleres, uno por uno; tal vez los locales no estén registrados, pero todo el mundo sabe dónde están. Habrá que ir con traductores que hablen quechua y aymara. Lo primero es que los trabajadores regularicen su situación migratoria: el programa Patria Grande, del Mercosur, permite hacerlo con requisitos mínimos. Luego de eso, trabajar en la capacitación de todos estos trabajadores, empezando por los encargados de los establecimientos”.
Esta capacitación les enseñará que “hay en la Argentina una forma legal adecuada a sus proyectos: la cooperativa de trabajo. Entonces, que se legalicen. Esta organización les permitirá, si es su voluntad, cobrar por producción y trabajar así las horas que les resulten necesarias. Tienen que aprender que la cooperativa mejorará la situación de todos, mediante incentivos a los socios, capacitación permanente, ahorro para hacer inversiones. No se trata entonces de cerrar los talleres, sino de transferirlos a un modelo donde puedan progresar bien y en orden”, solicitó el representante de la Federación Boliviana.
En rigor, “el Gobierno debiera ocuparse también de las condiciones de vivienda de estos inmigrantes: son gente de trabajo, son personas responsables; si les dan un crédito, lo pagan”, aseguró Juricich.
Esta legalización debería poner fin a las condiciones habitacionales que causaron las muertes del jueves. “Hay ya ejemplos desarrollados por la propia comunidad boliviana, como la cooperativa Ocean, de La Salada. Allí organizamos la capacitación, hicimos cursos. Muchos que trabajaban con marcas comerciales ‘truchas’ registraron sus propias marcas y hoy incluso están exportando. El ejemplo fue imitado y toda la zona progresó”, contó el abogado. Cuando Ocean se legalizó, “hubo que aprobar planos, con medidas de seguridad que incluyen el control de fuego, el plan de evacuación, las salidas de emergencia. Se hacían asambleas, todos votaban y decidían. Construyeron el tinglado más grande y más seguro de la zona. Tenía que haber baños: los hicieron de cerámica italiana, porcelanato; nunca habían visto baños así y les encantó”.
El eje de la cuestión, para Juricich, es que “nadie se ocupa de estos inmigrantes y, cuando pasa algo terrible, todos salen a buscar algún culpable; la solución no es plantear la cosa en términos de víctimas y victimarios: los entes gubernamentales deberían capacitar a estos trabajadores, acompañarlos y ayudarlos a que logren sus objetivos”.
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