Al Gore suma y sigue con su versión internacional de no-campaña para las elecciones presidenciales de Estados Unidos en el 2008. Mientras los candidatos republicanos hacen malabarismos para despegarse de Bush y la guerra de Irak sin quedar como oportunistas o traidores, y los candidatos demócratas deben explicar su votos vergonzantes a favor de la guerra y por qué no se ponen de acuerdo en un plan de retirada, Gore viaja por el mundo explicando los peligros del calentamiento global.

En todos lados lo reciben como un héroe. El se presenta, hace un chiste sobre cómo perdió contra Bush en el 2000 y muestra su video. Con eso le alcanza. Sube en las encuestas y crece el operativo clamor. Tiene experiencia legislativa y ejecutiva. Tiene roce internacional. Encima su esposa, Tipper, la censora de los discos con malas palabras, dejó de hablar hace rato. Por eso Gore se pudo reconciliar con los rockers, que ahora organizan megaconciertos para apoyar su causa.

Gore presidente. Para muchos es la contracara política de Bush y eso vale una fortuna. Hoy, sin hacer nada, arrancaría cabeza a cabeza con Hillary Clinton. Hay tiempo: las elecciones primarias recién empiezan en marzo del año que viene.

Con Gore llega la revolución verde, con Gore se acaba la adicción al petróleo extranjero, dicen sus fanáticos. Gore no es de madera como se pensaba en el 2000, insisten. Tiene corazón: le importan el planeta, las ballenas y los pajaritos. Tiene pinta: ganó el Emmy, el Oscar, el Globo de Oro y el Nobel de la Paz y con mucho menos cualquiera pasa a ser alto, rubio y de ojos azules.

Habrá que ver si tiene estómago para descender sobre el barro de Washington, donde le esperan cuestiones menos glamorosas como el déficit, la burocracia, los lobbies y la conducción de un ejército derrotado que no se quiere rendir.