Domingo, 11 de octubre de 2015 | Hoy
Por Mariano del Mazo
La foto pasó inadvertida para el gran público pero provocó comentarios al menos sardónicos en el minúsculo Planeta Tango. Ahí estaban los cinco, apretados, a los codazos metafóricos, tratando de entrar en plano, atentos a las frases imperativas del fotógrafo: “Más juntos”. Los cinco: voces de la diversidad. Fue hace unas semanas en la presentación de la primera selección de los Premios Konex 2015 a la Música Popular en la categoría Cantante Masculino de Tango. Ahí estaban, elegidos por el jurado, Ariel Ardit, Guillermo Fernández, Walter Laborde, Daniel Melingo y Omar Mollo.
Reflejan una panorámica de la actualidad interpretativa del tango. Los separan abismos estéticos, actitudes, ambiciones y hasta cierta chismografía. Alguna vez Ardit disparó munición gruesa contra el Chino Laborde y contra Melingo, y el cotorreo se espolvoreó en galpones, salas y boliches. El imaginario siempre dentro de las dimensiones del Planeta Tango— cristalizó a El Arranque —allá lejos y hace tiempo, con Ardit como vocalista— como el cancerbero de la música bien tocada, como la orquesta que respeta ciertas estructuras formales del género, en contraposición con la irreverencia casi punk de la Fernández Fierro, que tenía a Laborde como volcánico frontman.
Todo esto ya pasó. Son noticias de ayer, un capítulo tardío de la relación patológica entre el rock y el tango, que hoy parece zanjada. En una época no muy lejana para elogiar a Roberto Goyeneche algunos decían: “Escuchame: el Polaco no hace tango, ¡hace rocanrol!”. De la misma manera, pero a la inversa, se lo definía a Charly García como “un tanguero”. Más allá de que Ariel Ardit reniegue del rock casi con la misma obstinación con que Rodolfo Mederos reniega del tango actual (dos caras de la misma moneda), hoy se vive con naturalidad el hecho de que la mayor parte de los que andan entre los 30 y los 50 y toman al tango con seriedad hayan surgido del rock. De Ignacio Varchausky al Cardenal Domínguez el dato es, a esta altura, una muesca generacional.
Vista con optimismo, la foto del impensado quinteto es también una foto de la salud del género. La amplitud es consecuencia de un presente que cuantitativamente es formidable. También tal vez cualitativamente, aunque no parece ser éste el momento para un juicio certero en cuanto a la relevancia artística de la actualidad. Falta perspectiva. El camino se está pavimentando en este mismo instante, en el que conviven Diego Schissi o Agustín Guerrero con orquestas tributo a D’Arienzo o Caló. Y, siempre, las voces. El tango debe ser junto al jazz la música popular con la más exquisita tradición canora. La tradición nació con el tridente Gardel-Corsini-Magaldi y se depuró orquestalmente con voces como las de Raúl Berón, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero, Alberto Marino, Roberto Goyeneche y tantos más.
El tango es un género de intérprete; el rock, a partir de los Beatles y de Bob Dylan, no. En el rock cantar las composiciones propias suma credibilidad. Ahí está Daniel Melingo: canta temas propios y hace algunos covers puntuales. Muchos no lo entienden, les choca su voz de ultratumba. Tal vez no comprendan que mucho más importante que cantar bien es tener una impronta propia. Melingo es un artista medular en la historia de la música popular argentina de los últimos 30 años. Cuando puso su mirada en el tango lunfardo y, más ampliamente, en variantes de la música criolla, demostró que no está dicha la última palabra en el género, que las milongas de Edmundo Rivero o los valses que popularizaba Antonio Tormo escondían algo. Que la oscuridad, lo siniestro, lo vampírico, puede relacionar a Nick Cave con el doctor Luis Alposta, el último poeta lunfa.
Melingo viene del pop porteño; Omar Mollo, del más áspero rock del oeste del conurbano, donde su famoso hermano menor asegura que “está el agite”. Mollo entendió sin vueltas que cierto rock y cierto tango hablan la misma lengua, la del arrabal. Tiene credenciales: lideró el poderoso grupo MAM, estuvo en la trastienda de la conformación definitiva de Sumo y mucho más. El fraseo de Mollo es netamente goyenecheano.
Como puente, la insondable estampa de Guillermo Fernández. Salió del programa que fue emblema de la arista más nefasta del tango, Grandes Valores. Nadie hizo tanto por el rock argentino más que Silvio Soldan y compañía en los aciagos 70. Los chicos veían el desfile de peluquines en Canal 9 y salían expulsados a comprarse el nuevo disco de Invisible. El ex Guillermito logró reconfigurarse y se incorporó con autoridad a la nueva escena. Todo el mundo lo quiere, y canta muy bien.
Hoy impera el Grandes Valores pero del rock: en los festivales masivos esponsoreados por cervezas o celulares se repiten en un loop eterno los rostros de —con suerte— cuarentones que hacen lo mismo desde hace décadas. La vitalidad pasa por el rock indie, por el tango, por el folklore, por el jazz.
Ardit, Guillermito, Melingo, Mollo y el Chino Laborde posaban hace semanas para los fotógrafos como una versión reducida de los siete locos arltianos. Hilachas de la gran trama del tango actual que contra viento y marea está configurando la nostalgia del futuro.
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