Domingo, 11 de octubre de 2015 | Hoy
MúSICA > LUCHO GUEDES
Es un raro entre los músicos locales porque se ubica en un punto equidistante entre la literatura y la música. Con historias realistas, contemporáneas e influencias del folklore y el tango, en su nuevo disco, Soy una tarada –doble y con invitados de la talla de Juan Quintero, Lidia Borda, Liliana Herrero, Edgardo Cardozo, Brian Chambouleyron, entre otros–, Lucho Guedes no hace más que ahondar en su cruce narrativo: milongas, tangos, zambas y demás tonadas criollas que son largas y extensas historias de personajes tan mundanos como patéticos, hermosos y universales.
Por Juan Ignacio Babino
Papel de armar, tabaco y café. Aunque, para no faltar a la verdad, huelga decir que hay unas pocas cosas más sobre la mesa. Pero esas son las que realmente le importan a Lucho Guedes. Por eso dice que ama la película Coffee and cigarettes de Jim Jarmush, en particular la escena de Tom Waits e Iggy Pop. Mientras tanto, mira por sobre su espalda: por la ventana del contra frente del departamento, recortando el cielo y dos o tres casas más allá, en una terraza, se ve una pareja que se abraza, se besa. Y que fuma, también.
Lucho Guedes nació hace casi cuarenta años en este mismo departamento en pleno corazón de Villa Crespo. Sus padres vivían aquí –era la casa de su abuela– pero al poco tiempo se mudaron a Villa Ballester. Padre bancario y madre ama de casa, dice que no había en su familia ningún tipo de curiosidad cultural. “Empecé como la mayoría de los adolescentes, tocando rock. Tocaba la guitarra eléctrica, como el orto, y cantaba, como el orto también, pero tenía mi bandita, típica de esa edad”, cuenta. Estudió guitarra algunos años pero al terminar el secundario no eligió música sino la carrera de Letras, en parte motivado por el escritor Miguel Vitagliano. “Fue profesor mío y quien me introdujo al mundo de la literatura. Yo estaba en esa época de desastre, de adolescente total. Entré a la carrera y mientras tanto estudiaba guitarra”. Hizo un año, le gustaba pero abandonó. Y sigue sin entender mucho el por qué: “La verdad no sé bien por qué me volqué a la música. Creo que fue por la fantasía de verme más trabajando de músico profesional que de los posibles trabajos que me podía brindar la carrera de letras”. Entonces, empezó a estudiar en la Escuela de música popular de Avellaneda. En el medio se enamoró, se fue a vivir a Tucumán, volvió, retomó y se recibió de la carrera de tango. “Y también de folclore, aunque no podías hacer ambas a la vez, así que iba de queruza”. Durante ese tiempo, además, empezó a trabajar en distintos proyectos sociales: con adultos mayores, inaugurando los talleres de guitarra en la cárcel de Villa Urquiza (Tucumán), docente de jardín, primario y secundario en barrios periféricos. “No hace mucho que empecé con mis canciones. Nunca fui sesionista aunque sí acompañé a algunos músicos, no tuve una carrera de otra cosa. Empecé a escribir estas canciones cuando volví de Tucumán, alrededor de 2005. De ahí son las primeras composiciones”. Y esas composiciones son las que conformaron su primer disco.
Mañana nadie se acuerda, editado en 2011, es un disco casi exclusivamente de voz y guitarra (aunque hay coros, percusiones y piano en algunos temas; con Diego Schissi, Alan Plachta, Nicolás Arroyo y Reinaldo Muñoz como invitados) que se pasea por varias de las expresiones de la música criolla: tango, zamba, gato, milonga, aires de vidala. “La música que yo hago es profundamente criolla. Digo profundamente porque tiene que ver con el folclore de los ‘60 y el tango de los ‘40. Primero, por lo que yo estudié y segundo, porque hay algo en mi forma de tocar y de cantar, en que me siento cómodo en esos colores”. Y agrega: “En ese disco estaba la necesidad de narrar un poco todo eso que yo veía en mi cotidiano, en mis laburos. Hay varias canciones de ese disco que salieron por empezar a ver cómo hago para transformar todo esto en canción. La historia de Julito es real. La de Jorge. Un poco el criterio era poder aplicar todos los recursos narrativos y poéticos que yo veía en folclore de los 60, como Manuel Castilla, o del tango como Cadícamo y los demás, y adaptarlos al paisaje social que estaba viviendo yo en ese momento. Y surgieron esa serie de canciones que en general partían de alguna idea previa de qué era lo que quería narrar y contar”. Y ahí están, por ejemplo: Julito que, después de mil rechazos en las instituciones, curó su sordera luego de una paliza; una pareja que trata de repuntar una mala noche comiendo y emborrachándose en Güerrín, la hipocresía desatada entre amigos durante un casamiento (“Paulita a Romina le dijo: ¡Increíble! ¡Es el mismo de siempre, Marcos no cambió!/los músicos creen que son irresistibles, yo estuve con él y no se le paró” en “Se casan unos amigos”) o Mariela que no encuentra más que incomunicación en su esposo Víctor (“Mirá que lindo quedaría en la salita este sillón.../estás en otra gordo, no me prestás atención”).
Canciones largas porque largas son las historias y necesitan de esa longitud, con un inusual y fortísimo caudal narrativo que encuentran una doble musicalidad: por un lado en la música, en la guitarrística en sí de cada una, y por otro en el texto, en el ritmo y motor de cada palabra (“Gimena pensaba que su cuerpo se deformaba pero no le importaba porque en realidad pasaba que Marcelo le decía que ese culo gigantesco era el sueño de su vida porque en su hueco guardaba el secreto del tesoro oculto de la olvidada felicidad”). Y casi todas historias situadas en la ciudad de Buenos Aires o, por lo menos, del Conurbano para acá. Por eso es que en los títulos de sus canciones abundan los nombres propios, porque todas esas historias están plagadas de personajes que odian, aman, duermen, cogen, sufren, se desvelan, putean.
¿Sentís que casi todas tus canciones tiene un trasfondo nostálgico y, también, esa cosa tragicómica del cotidiano?
–No sé si busco la nostalgia. Me parece que sale un poco accidentalmente del cruce de la literatura realista con esta música. La música que yo toco es un poco melancólica porque es música vieja y el material narrativo que yo uso no. Más allá de los recursos formales y demás, los recortes, lo que se decide narrar, son muy cercanos y contemporáneos y actuales. Creo que se vuelve melancólico en ese cruce entre el drama más realista o hiperrealista y esta música que es de por sí bastante melanco. Y me gusta ese contraste. Lo aprovecho. Canciones como ‘Soy una tarada’ o ‘Qué boludo’, si hacés una primera escucha parece que es gracioso y es una comedia pero en realidad es un drama. Esa indecisión entre lo gracioso y lo triste también me parece atractiva, y es atractiva que no se defina, que esté ahí. El humor no necesariamente tiene que causar gracia. Me parece que es esa mirada con cierta distancia de cosas que podrían ser terribles pero que la distancia de la ficción te permite asimilarlas. Si las sacás de contexto, de ese pacto ficcional y sí, son terribles. Si fuera un documental, es tremendo. Mi objetivo es que la gente se involucre con la historia. Me parece que hay un juego que, cuando te acercás a esa realidad a través de la ficción, la asimilás de una manera posible.
Soy una tarada es el nuevo y flamante disco (doble) de Lucho Guedes, que en su idea original iba a ser un libro con ambos discos incluidos pero por cuestiones técnicas y de tiempo no pudo ser. Aunque algo de libro tiene: hay una cita de Martin Amis a modo de epígrafe, un encantador prólogo de Miguel Vitagliano y el librillo interno tiene sus páginas numeradas. Y vuelven esas tonadas largas y narrativas (en promedio, entre seis y ocho minutos cada una) donde aparecen nuevas historias: la niñera que cobra cuarenta pesos la hora y anda triste y sola por la ciudad, pero también con algo de felicidad y acompañada; la autobiográfica “El miedo y la vergüenza” contando sus andanzas en Tucumán; una mujer que trata de encontrar el amor y espantar la soledad enviando dulce de naranja a todo el país; amores y desamores arreglados y rotos en las charlas y discusiones cotidianas. Y también la vidala –tan hermosa, tan triste– “Champagne y pan dulce”, que en uno de sus pasajes dice: “pa’ todos hay un huequito en el tren/moriremos ausentes pero juntos también”. Las canciones siguen abrevando en los folclores de acá (tango, milonga, zamba) pero tienen una coloratura, una variedad tímbrica e instrumental nueva: hay bandoneón, piano, cuarteto de cuerdas, cuarteto de flautas. En definitiva, un sonido orquestal que hace crecer en musicalidad a cada canción –algunas ya figuraban en el disco anterior. “La idea de este fue totalmente distinta a la del primero. Porque lo pensé, lo laburé como productor, como si fuera un director de cine. Esa fue mi idea: jugar a dirigir. Quería lograr un disco donde la música estuviera siempre en función del texto en un sentido textural, que lo discursivo estuviera en el relato y la música fuera y sirviera como textura, como un soporte más generando climas y espacios sonoros que realzaran el texto. Por eso un artista como Tom Waits, que descubrí de grande, me parece maravilloso. Tuvo su etapa folk, después una más blusera, después jazzera, balcánica y ahora hace unas canciones que no se qué son. Y tiene la virtud de manejar la diversidad de los lenguajes de la música folclórica de su país muy bien, pero siempre en función de la canción. Toma ese lenguaje musical y lo pone al servicio de sus recursos como cancionista”. Y sigue: “La composición del primer disco te la banco a muerte. Pero ahí, un poco por inexperiencia, subestimé el tema de la producción. Fui un poco con la calentura de decir ‘voy y me la banco yo con mi guitarra y toco las canciones y las canciones se la bancan sola’. Y no. Porque el laburo de producción es importante. Este disco tiene esto que la música ayuda a que el oyente se meta en la ficción del texto. Ese es el plan original”. Soy una tarada tiene como invitados a Lidia Borda, Nadia Larcher, Juan Quintero, Edgardo Cardozo, Liliana Herrero, Soledad Villamil, María de los Ángeles Ledesma, Brian Chambouleyron, Lorena Rizzo y Jorge Fandermole: todos convidados únicamente a cantar.
Cada uno de los invitados de cada canción parecen encajar a la perfección, no sólo con la canción en sí, sino con el personaje que hay allí…
–Cuando empecé a pensar qué cantante iría bien para cada relato, me di cuenta que era un proyecto muy interesante que contribuía a esta cosa polifónica y novelística: en realidad cada canción lo que ficcionaliza es una voz. Es como el mundo interior o el punto de vista de cada personaje. Entonces encontrar para cada narrador una voz adecuada, abría un montón la obra porque lo iba a llevar a un plano más teatral. Liliana Herrero y Juan Quintero, por ejemplo, tienen la particularidad de ser intérpretes muy conscientes de lo que es ser un intérprete. Más allá de ser cantantes. Cuando encaran un repertorio tienen una opinión formada sobre lo que están cantando y saben por qué hacen lo que hacen. Te llevan a escuchar la canción desde su opinión.
De todas las canciones de Guedes, hay una que se corre un poco del registro puramente narrativo y argumental y es “Mi negra”, un hermoso bolero que retoma la historia de un viejo amor. Él explica: “En realidad sí tiene un argumento, que es una abogada que estudió con el ideal de ejercer desde un lugar humanitario, y llega a la Capital y se encuentra trabajando en una sociedad de inversores bursátiles y se le va todo ese ideario al carajo. Pero la idea de cómo abordarlo surgió de Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes, donde se refiere a esto de que, por más que vos quieras es imposible nombrar al ser amado porque excede al lenguaje. La canción es eso: un intento por narrar eso que no se puede narrar, tratar de decirlo de muchas maneras y todas son insuficientes y ninguna termina de narrarla por completo. Es jugar con la impotencia del lenguaje y transformarlo en una potencia”. Por eso, la Negra de la canción es “como el ruidito de las esperanzas al escaparse del pecho y morir en el intento”, o “un pétalo de noche, un sol de tierra con un traje de oficina, persiguiendo al calendario” y que por eso “puede habitar la punta de mi lengua en un verso tan sencillo que nunca podrá decirse”.
Se podría sugerir y pensar que todos esos pequeños dibujos que ilustran la tapa –abrelatas, tornillos, perchas, frutas, anzuelos, rueditas, monedas, lámparas, cucharas de albañil– no son sino piezas sueltas de un único rompecabezas, de todas esas historias desperdigadas por el disco. Y por la calle y la ciudad y el mundo. “Tengo debilidad por los objetos manufacturados que forman parte de la vida cotidiana, probablemente porque implican una paradoja, son profundamente ajenos y propios” cuenta. Si las canciones tienen una materia prima, las de Lucho Guedes la encuentran en los pliegues y reversos del andar cotidiano. Allí, sobre un tango, una milonga, un vals más o menos deforme se fraguan estas historias que, como una especie de romancero contemporáneo, están llenas de perdedores hermosos. O hermosos que sólo son en parte perdedores porque encuentran, cada uno y a su manera, una pequeña redención. Aunque él diga: “Intento no pensar a mis personajes a partir de conceptos conclusivos como el fracaso y el éxito. Prefiero abordar la neurosis como una condición humana, un dispositivo que les permite construir alrededor suyo, con lo que tienen a mano, el mundo propio que les resulta habitable”. Y se narra, en definitiva, eso que todas las personas somos un poco: tan patéticas y tan bellas a la vez.
Lucho Guedes estará presentando Soy una tarada durante noviembre: el jueves 19 a las 21 en el Centro Cultural Kirchner, el viernes 20 en la Facultad de Bellas Artes de La Plata; ambos con entrada gratuita y luego sigue en Rosario (viernes 27) y Chaco (sábado 28)
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