Domingo, 11 de octubre de 2015 | Hoy
TEATRO > SUDADO
Es un secreto a voces, una especie de contraseña muy firme, tanto que esta pieza pequeña está en cartel hace cinco años sin mucho más que el apoyo del público. Se trata de Sudado, dirigida por Jorge Eiro, que transcurre en un restaurante peruano en construcción del Abasto. Ahí se encuentran dos obreros albañiles y el hijo del dueño del local y este encuentro pone en escena las diferencias de clase y la condición de inmigrante pero también matices más sutiles que van de lo cultural a lo subjetivo.
Por Mercedes Halfon
En el teatro independiente de Buenos Aires ocurren cosas como que una ópera prima pequeña, con tres jóvenes actores que no han hecho temporadas en la TV ni protagónicos en el cine, se convierta en una especie de contraseña, un secreto a voces, una fija que la mantiene año a año a sala llena, sin ninguna clase de prensa ni apoyo oficial. Este es el caso de Sudado, la obra dirigida por Jorge Eiro que desde 2011 viene rodando, cosechando elogios, premios, giras por Festivales y que actualmente hace funciones en Timbre 4, con el infalible aval del boca–en–boca, el único modo de mantenerse en pie durante cinco temporadas seguidas, en nuestra exigida, vertiginosa y levemente snob escena independiente.
¿Qué hace de Sudado una obra tan empática? Varias cosas. En principio hay que contar la singularidad de su temática. Todo transcurre en un restaurante peruano en construcción en el barrio del Abasto. Dos obreros –un argentino y un peruano–se encuentran en pleno trabajo cuando el hijo del recientemente fallecido arquitecto dueño de la constructora llega para corroborar el rumbo de las refacciones. Los muchachos no lo admiten pero se encuentran en un grado muy preliminar de la tarea, no han hecho el cableado eléctrico, ni el baño, los pocos paneles que colocaron parecen más endebles que un castillo de naipes y se los ve bastante predispuestos a la charla y la dispersión. Claramente hay un conflicto de intereses entre unos y otro. El chico de clase media alta intenta hacerse respetar con poco éxito, los albañiles son pícaros y orgullosos, no van a dejarse ordenar por alguien de su misma edad y con menos experiencia. Así es que entre polvillo blanco que vuela, chanzas y taladros que suenan fuerte, los conflictos van a ir escalando. Más allá de la “lucha de clases” que aparece al principio, se van a introducir matices más sutiles que van de lo cultural a lo subjetivo. El ceviche versus el asado, el modo en que cada uno de estos tres jóvenes se toma el amor, o el paso a la adultez donde cada uno busca no ser más hijo/empleado, lograr la autodeterminación, matar –de alguna manera– al progenitor.
Todas estas cuestiones Sudado las recorre con un paso liviano, tocado por la gracia: los contrastes entre los personajes provocan sonrisas, complicidad. Una simpatía que no es superflua, sino que está generada por un contacto auténtico con las desventuras de estos seres encarnados de forma inolvidable por Facundo Aquinos, Cristian Jensen y Facundo Livio Mejías. No hay duda de que esa condensación y ese magnetismo tan poderoso de las actuaciones tiene que ver con el proceso por el cual llevaron adelante la obra: sin hacerse cargo del stress con que el teatro contemporáneo suele empujar a las producciones a realizar procesos cortos de investigación y luego temporadas breves, para mantener una participación siempre renovada en la cartelera. Pero Jorge Eiro viene de otra escuela, ha pasado por el estudio de actuación de Alejandro Catalán y antes de largarse a dirigir asistió a Sergio Boris en la obra Viejo, solo y puto, y este modo de trabajo, sin duda le viene de estas vertientes. Él dice: “La obra fue acumulando otros procedimientos expresivos que a la larga sentimos la hicieron madurar hacia zonas más profundas y de mayores capas. Perdió ingenuidad, pero sin perder juego. Es una obra de la que los actores son dueños a partir de los riesgos que asumen. Con los años y las discusiones constantes se nos vuelve inagotable todo lo que puede aparecer. Hay una posición muy militante por parte del grupo con respecto al trabajo. Siempre lo ponemos a prueba. Con el tiempo y las funciones hay que mantener muy alto el deseo erótico con la obra. No somos los mismos. Por eso trabajamos todo el tiempo para traicionar la huella que se arma en el camino.”
No por nada el universo de la obra es precisamente el de construcción. Y de la construcción de un restaurante de comida peruana, pero no la que prepara Gastón Acurio en salones de lujo, sino la que realizan inmigrantes para palear la pena de ser inmigrantes, en el barrio del Abasto. Como si ese espíritu de construir algo desde cero, una transformación para la que no están dados todos los recursos y hay que inventar, hubiera contagiado toda la obra. Como si ese Abasto que tematiza Sudado no hablara solo de la zona donde se come más comida peruana en Buenos Aires, sino también del barrio con más teatro off de la ciudad.
Sudado presenta entonces a estos dos albañiles –uno argentino y uno peruano– y un tercero que intenta ser su jefe, en todas sus melancolías y disputas, con un realismo a toda prueba, que no deja de ser una apuesta y una novedad. No es común que ciertas problemáticas de lo social se cuelen en la escena porteña. No es común que un porteño se arriesgue a ponerse en el lugar de un Otro cultural o en la indefensión de mostrar el progresismo cuando falla, cuando se queda sin respuestas para dar. Eiro reflexiona sobre estas cuestiones: “Lógicamente pasamos por el temor de estar ofendiendo a alguien, duró poco igual. De hecho cuando llegó la instancia festivales y vinieron programadores peruanos sobrevoló un dejo incómodo en la recepción. Ahí por ejemplo nos bajó la ficha que estábamos hablando de un tipo de peruanidad con la que ellos no se identificaban: la del inmigrante. De todas maneras siempre pensamos a la actuación por sobre cualquier cosa y sobre cualquier prejuicio que venga de afuera. No estamos hablando de la comunidad peruana en general. Estamos hablando de forma singular, de ese individuo particular que tiene una conciencia plena de la pluralidad de resonadores que en él habitan.”
Desde su mismo comienzo en el que se nos pone delante un panel blanco que es serruchado por los muchachos –y nos recuerda a los lienzos perforados de Lucio Fontana–, hasta abrirse y dejar ver sus caras, Sudado muestra una obra construcción en los dos sentidos del término: el arquitectónico y el de un proceso artístico. Una construcción que en su aparente rusticidad articula una serie de cuestiones mucho más delicadas, donde la estética puede animarse ganar terreno, visibilizar los cruces que ocurren en una ciudad como Buenos Aires, en la que el teatro sigue siendo un lugar donde pensar su identidad.
Sudado se puede ver los viernes a las 21.15 y los sábados a las 20.30, en Timbre 4, México 3554. Entrada: $ 150.
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