Domingo, 7 de febrero de 2010 | Hoy
Por Jon Lee Anderson
Hace unos seis o siete años conocí a Tomás Eloy Martínez en Cartagena, Colombia, en mi función de maestro de la Fundación Nuevo Periodismo, papel que compartíamos. En el caso de él, como uno de los fundadores. Conocía mi trabajo y teníamos amigos en común, y desde el primer momento fue muy afable y generoso conmigo. A partir de entonces fuimos amigos y compañeros, aun a la distancia. No fui de sus más viejos amigos, ni nos veíamos con gran frecuencia, pero procurábamos encontrar tiempo para pasarlo juntos. Pudimos hacerlo varias veces en Nueva York y en Cartagena, la última vez cuando Gabriel García Márquez cumplió 80 años. En todo momento me pareció como un maestro al que le gustaba mucho ayudar a los más jóvenes, algo que supo hacer conmigo y que le he visto hacer con otros. Tenía una gran virtud humana en ese aspecto.
Antes de conocerlo ya era lector de su obra. Me habían gustado particularmente La novela de Perón y Santa Evita, y una colección de crónicas llamada Lugar común la muerte. Es un libro un poco lúgubre, pero que me hablaba a mí, por ese afán de presenciar lo impresenciable y mirarlo de cerca. Es un instinto que yo también tengo, y eso fue lo que me gustó. No hay muchos periodistas o escritores que vayan hasta el borde y lo examinen, y logren hacerlo sin morbo. Uno sabe cuándo el escritor que te lleva de la mano es insalubre o no, y Tomás era además curioso y detallista, particularmente por la forma en que se refería a los comportamientos. Y ahora estoy pensando más en Santa Evita y en La novela de Perón. Pero en cuanto a él como persona, lo que más me impresionó era que era muy juvenil y nada altanero, por más que era de otra generación y ocupaba un puesto de lujo en las letras y medios hemisféricos.
Aquella primera vez que nos vimos me hizo muchas preguntas sobre mi libro del Che. Como conocedor de la historia y de algunos de los personajes, quería sacarse todas las dudas. La Revolución Cubana para él era algo muy presente, desde muy joven y hasta el final de su vida, así que intercambiamos impresiones sobre la personalidad de Fidel, sobre mis pesquisas en determinados momentos, y sus apreciaciones de los momentos más difíciles del libro. A partir de entonces, cada vez que nos vimos, hablamos mucho de Cuba y de la Venezuela de Chávez, nuestros grandes temas en común. Me hacía muchas preguntas, pero no eran preguntas para rematar con sus certezas, como suelen hacer ciertas personalidades. Que, una vez que comienzas a responder sus preguntas, empiezan a atar el paquete para entregarte sus opiniones, que siempre tuvieron listas. Tomás no hacía eso, era una persona muy justa. Esto parece un gran tiradero de flores, pero es que así me siento con respecto a él, ya que era alguien muy compasivo y solidario. Además, no era un hombre ideológico o esquematizado, algo que siempre me gustó. No estaba atrapado en la política de los ‘60, ni se había quedado del otro lado. Siempre me pareció que, de su generación, era uno de los pocos latinoamericanos, escritores o no, que había vivido una vida sumamente política y creativa, pero no había caído en un esquematismo político o un dogmatismo propio, ni tampoco en un resentimiento adquirido por posiciones tomadas anteriormente.
La noticia de su muerte me encontró en la ciudad donde lo había conocido. Caminábamos con Jaime Abello, el director de Fundación Nuevo Periodismo, hacia la casa de Enrique Santos, ex director del diario El Tiempo, y Jaime me hablaba de cómo quería hacer algo destacando la obra de Tomás Eloy mientras aún estuviese con vida. Yo había llegado de Haití el día anterior, y veníamos de un evento, pero a los veinte minutos de llegar a la reunión en la casa de Santos, sonó el móvil de Jaime, que estaba sentado al lado mío, y prácticamente se le cayó la cara. Me agarró del brazo y me dijo: Tomás Eloy ha muerto. Se lo informamos al resto de los presentes y no hubo quien no lo lamentara, y no comenzase a recordar historias con él. Ha sido desde entonces algo de todos los días aquí en Cartagena. Cada vez que nos juntamos a comer o tomar algo con amigos, todos sentimos la compulsión de compartirlo, de celebrarlo un poco.
Testimonio recogido por Martín Pérez.
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