Cuando murió, hace diez años, Roberto Bolaño había llegado a convertirse en la gran esperanza latinoamericana, lo más parecido a una estrella que encabezaba el resurgimiento del continente literario a nivel mundial. Era el escritor más influyente entre los nuevos narradores de la región y luego de su muerte también se le abrirían las puertas de los Estados Unidos, donde se convirtió en el escritor latino del momento. Para recordarlo, revisar su legado y también plantear el futuro de la literatura de Bolaño en América, escriben Alan Pauls, Alberto Fuguet, Efraim Medina Reyes, Alvaro Enrigue, Diego Zúñiga, Edmundo Paz Soldán, Andrea Cobas Carral, Álvaro Bisama, Diego Trelles Paz y Wendy Guerra.
› Por Alberto Fuguet
El haber leído a Bolaño antes de que Bolaño se transformara en Bolaño es algo de lo cual me alegro. El haberlo leído antes de que su figura pasara de ser un secreto a ser algo así como el primer punk mediático, el detective salvaje que anda detrás de la caza, el poeta que no tiene Nobel o colección de casas y cree que los versos de odio son tan válidos como los de amor (“No sé cuánta capacidad tengo de querer, pero, evidentemente, es muchísimo mayor que mi capacidad de odiar. En rigor, creo que no estoy hecho o preparado para el odio sostenido, que es el verdadero odio.”). Antes de morir, a la edad de cincuenta años, consiguió algo no tan fácil para un autor vivo: ser objeto de adoración entre los escritores cachorros (“A los 20 años se quiere a los escritores. A los 46, como tengo ahora yo, a lo más que llegas es a admirarlos, pero no a quererlos. Yo lo que siento ahora es cariño por jóvenes escritores.”). Bolaño se alzó como un escritor que parecía imitable (pero no lo era) y que sin duda contaminó mucha prosa fresca, ingenua, de quienes pensaron que –de verdad– leyendo devotamente a Bolaño podían mejorar sus emprendimientos. Mi lazo real –literario, de lector que se impresiona– con Bolaño ocurrió antes, creo, de que estallara el mito. Así, al menos, lo creo. Luego, por cierto, lo seguí leyendo, estuve atento y, por qué no confesarlo, a la defensiva.
Durante los últimos cuatro años de su vida, poca gente logró tanto en tan poco tiempo. Su ascenso fue exponencial, tal como fue su acoso kamikaze y asesino a todos los escritores de la plaza, vivos o muertos. Y no solo de la plaza, del continente entero. La energía y la manera como logró ir bombardeando vacas sagradas, superventas (“escribidoras”) y autores ligados al sistema terminó en un impresionante trabajo de infiltración y conquista. Su victoria fue poética, como el poeta que era; logró no solo imponer su nombre sino su obra (su poética).
Nada fue igual post Bolaño, ¿pero cuándo exactamente sucedió eso?
¿Cuándo Roberto Bolaño, el escritor ajeno, foráneo, un escritor para escritores, se transforma en Bolaño?
No lo tengo del todo claro, pero la aparición de Los detectives salvajes fue clave, por cierto. Se ha exagerado en sostener que ganar el Rómulo Gallegos fue el hito para lograr tipping point. No me lo compro. Sin duda, el premio contribuyó porque el que le dio importancia y relevancia al premio fue él, no al revés. El Gallegos fue el inicio, de alguna manera, el fin de la consagración y el inicio del mito mundial. Bolaño usó la plataforma y el foco del premio y le sacó el mayor de los provechos. Hoy el premio no importa demasiado y da lo mismo quién lo gane o lo pierda; Bolaño usó esa tribuna para rockear, molestar, saldar cuentas, hacer justicia, poner los puntos sobre las íes que él consideraba importantes.
Mi impresión es que, al menos en Chile, que es donde yo creo que Bolaño se transformó en Bolaño, fue a fines de los años ’90 o incluso ya en el Nuevo Milenio que se produjo el big bang y un escritor para unos pocos se transformó en una manera de ver y concebir el mundo. Fue el propio Bolaño el que se encargó de quemar las malezas y expropiar las casas tomadas para cultivar su inmensa parcela. El abono fue él mismo, su figura tan irascible como entrañable, y sus libros inclasificables y ajenos al canon de lo que se estaba escribiendo y leyendo en español (híbridos, liminales, globales, fronterizos, viajeros; vueltas de tuerca a la noficción; una verdadera celebración de elementos pop despreciados por la intelligentzia).
Sumadas a todo esto estaban sus columnas, sus opiniones literarias sin filtro y su absoluta libertad e incorrección política. Antes de que muchos lo leyeran, ya lo querían. Y otros, claro, lo temían. Sus libros (prestados, robados, en bolsillo, fotocopiados) comenzaron a leerse y subrayarse e imitarse ya con la figura del autor presente antes de abrir una página. O dicho de otro modo: esto es lo que escribe Bolaño, “uno de los nuestros”, un tipo de fiar, un ser libre que no se vende al sistema, que viene tanto de la calle como de la biblioteca, un autor siglo 21 que no tiene realmente nacionalidad y que se siente tan cómodo en cualquier territorio. Antes de que el fenómeno Bolaño estallara, La literatura nazi en América se vendía a precio de saldos. Seix Barral la editó, en una versión desechable cuyas páginas se desprendían, el año 1996. En 1998, Carlos Orellana, el editor de Planeta Chile, lanzó una reedición de La pista de hielo y pasó poco. Quizás nada. Nada comparado con los libros de los autores locales que, por ese entonces, vendían, convocaban, provocaban tanto debate como devoción. Incluso los míos. Esto es raro. No es inexplicable pero es curioso. Dicen que una de las maneras de testear si un autor posee “lo que se necesita”, es ver si es capaz de lograr crear –alimentar– fomentar a su propio público. A sus propios lectores sin demasiada ayuda externa. Bolaño claramente lo hizo: inventó no solo a los bolañitos sino que se hizo indispensable para un grupo de lectores que no estaban leyendo o estaban esperando leer algo como lo que escribía Bolaño. Este intuyó que lo estaban esperando y así fue. En un país donde el éxito debe ser instantáneo, la aparición de “un extranjero” o “semiexiliado” que “nadie conoce” y con el cual, además, ocurre algo que no sucede mucho, lo que pasó con Bolaño se puede leer como la base de un guión para provocar la “venganza” futura. Nunca más sus libros serían saldados, ninguneados, lanzados sin pena ni gloria. Ahora reaparecía de la mano de Anagrama (algo que en Chile, por cierto, no molesta sino por el contrario, te sube los bonos ostensiblemente) y ya no se iría más. El escritor marginal pasaría a ser de culto para rápidamente transformarse en un referente, en clásico y en uno de aquellos artistas que terminan dividiendo la historia en un antes y un después.
Este fragmento pertenece a Bolaño, texto de Alberto Fuguet que aparecerá en el libro Tránsitos de la colección Huellas de Ediciones UDP. Estará en librerías de Santiago y de Buenos Aires en octubre.
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