› Por Andrea Cobas Carral
“Que la amnesia nunca nos bese en la boca, que nunca nos bese. Soñábamos con utopía y nos despertamos gritando”, escribe Roberto Bolaño en 1975 en el primer manifiesto que redacta para el movimiento infrarrealista mexicano. Violencia y desmemoria: toda su obra puede ser leída bajo la sombra de esa denuncia que prefigura la dimensión de la derrota. Literatura y revolución, estética y ética, resistencia y terrorismo de Estado son tensiones que estallan en una escritura que exhibe, a un tiempo, un posible mapa de la violencia latinoamericana y un entramado de estrategias para narrarla. Estrella distante (1996), Los detectives salvajes (1998), Amuleto (1999) y Nocturno de Chile (2000) constituyen el núcleo duro de una poética a contrapelo de los discursos por entonces hegemónicos en América latina para narrar la violencia política de los ’70 y su persistencia veinte años después. En 2001, Bolaño caracteriza al salvadoreño Horacio Castellanos Moya como un sobreviviente que no escribe como tal. Por un lado, esa dislocación entre una experiencia que se recupera como materia narrativa y la renuencia a apelar a los lineamientos del relato testimonial y del realismo clásico permiten delinear una estética en la que también Bolaño puede reconocerse. Por otro, la escritura de Castellanos Moya tiene otra arista que también opera en la escritura de Bolaño: en su figuración literaria de la violencia política no hay idealizaciones ni hay intocables. Esos poetas revolucionarios que pueblan las páginas de sus ficciones e irrumpen en sus declaraciones públicas son recuperados en una dimensión doblemente sacrificial como víctimas de la revolución y del terrorismo estatal: “Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados”, reafirma al recibir el Premio Rómulo Gallegos por Los detectives salvajes en una frase tantas veces citada por el impacto que produce su metaforización sin eufemismos. El dispositivo criminal y represivo desplegado a nivel subcontinental, la complicidad de la Iglesia, el colaboracionismo civil, pero también la cobardía de algunos líderes revolucionarios aparecen una y otra vez en las novelas, cuentos y ensayos de Bolaño como retazos de un modo de pensar el pasado que se niega a clausurar sentidos en torno de una versión simplificada que lave culpas, se instale en interpretaciones maniqueas de la historia y esquive lo verdaderamente significativo: cómo se narra lo indecible, cómo se plasma en palabras la desaparición, la masacre y la tortura, cómo se escribe lo apenas imaginable en un contexto político y social que, en el fin de siglo, sigue apostando por la injusticia y la amnesia.
“Latinoamericanos perdidos en Latinoamérica”, muchos de los personajes de Bolaño encuentran en la muerte –y en sus múltiples huellas dispersas en el presente de la narración– la piedra de toque que deja paso a un nuevo lenguaje: palabra que, paradójica e irremediablemente, deviene lengua quebrada y condenada a recuperar en su materialidad y enunciación los estertores de aquella violencia que pretende testimoniar en un contexto en el que no abundan las certezas ni la voluntad de revisar el pasado. Como ha señalado Celina Manzoni, la disolución de límites entre lo inventado y lo verificable refuerza en los textos de Bolaño la convicción de que no hay final para el horror. Marginales, derrotados, alucinados, los personajes cargan en el presente con las marcas discursivas de ese pasado que persiste como una llaga de la que brotan impunes Augusto Pinochet, los francotiradores de Tlatelolco y los asesinos de Roque Dalton.
La potencia de una escritura que, más de una década después, no pierde su capacidad de interpelarnos quizá resida en ese modo que tiene Roberto Bolaño de abordar el pasado imbricado en el presente, en los rasgos que la recuperación de la memoria adquiere en sus textos, en la lucidez con la que piensa la violencia política que atravesó América latina. Una escritura, en suma, que se erige como una poética militante en contra del olvido.
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