› Por Diego Zúñiga
Me gusta recordar esos días en que leí Los detectives salvajes, en el verano de 2005, cuando no sabía quién era Roberto Bolaño. Era ese tiempo en que uno leía sin prejuicios, sin culpa, sin saber si era importante o no leerlo, si es que estaba de moda, si es que era prestigioso.
Recuerdo que leí el libro en forma paralela con un amigo –un compañero de colegio– y que el descubrimiento y el deslumbramiento fue así: compartido, comentado. Fue un golpe, en realidad. Teníamos 17 años y nunca volveríamos a ser los mismos, porque sentimos que esa novela nos hablaba, especialmente, a nosotros, a los que recién empezábamos a escribir. El problema es que cuando la leímos y quedamos noqueados, Bolaño ya estaba muerto. Y nos pareció absurdo e injusto, porque la vida se desbordaba en esa novela, porque no parecía un autor muerto, porque descubríamos un mundo que no seguiría creciendo.
Pero estaban sus libros. Estaba esa pequeña obra maestra que es Estrella distante, y cuentos como “Ultimos atardeceres en la Tierra” o “Sensini”, que nos deslumbrarían por un tiempo, hasta que apareció 2666 y esta vez el golpe fue más duro: era el último libro de Bolaño, realmente, y desde una mirada más madura, quizá, su obra mayor. La más ambiciosa. La más indescifrable.
Tiempo después conoceríamos su trabajo como francotirador, sus entrevistas polémicas, sus ataques a los narradores chilenos, a la mediocridad. Pero, en realidad, los que nacimos en los ’80 conectamos con otra dimensión de Bolaño: la figura del lector curioso e incansable. La figura del escritor que lee –a los clásicos y a sus contemporáneos– y que decide compartir esas lecturas.
Bolaño no sólo nos contó algunas de las mejores historias que conoceríamos, sino que también nos habló de libros y autores que para nosotros eran desconocidos: Zama, de Di Benedetto, La sinagoga de los iconoclastas, de Wilcock, Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, los libros de Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya y Enrique Vila-Matas. La reivindicación de la poesía de Nicanor Parra y de Enrique Lihn. La reivindicación de los narradores que leen poesía. Su obsesión con P. K. Dick y la ciencia ficción. Su entusiasmo por los libros de Pedro Lemebel.
Lo escribió hace un tiempo, Mauro Libertella en Radar, y me parece que son las palabras precisas para explicar lo que nos produjo Bolaño: “(dejó) un puñado de libros definitivos; libros escritos con urgencia, con humor, y con una pasión que a muchos nos hizo creer de vuelta en la epifanía literaria como un sueño posible”.
Es esa pasión la que se echa de menos ahora, cuando se acaba de cumplir una década de su muerte. Esa pasión y esa curiosidad que siempre estuvieron presentes en su escritura, pero sobre todo en sus lecturas: leía a los clásicos y a los contemporáneos con la misma avidez con que visitaba a ciertos autores algo olvidados y a los que practicaban los supuestos géneros menores. Una curiosidad interminable. El deseo de encontrarse, siempre, con un libro que te pudiera cambiar la vida.
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