Dom 11.08.2013
radar

Una máquina de guerra

› Por Edmundo Paz Soldán

Dicen que la traducción al inglés de Nocturno de Chile –el debut de Roberto Bolaño en el mundo literario anglosajón– pasó prácticamente desapercibida el año de su publicación (2003): vendió menos de mil ejemplares en Inglaterra. Tres años después, Bolaño fue publicado en los Estados Unidos, y antes del fin de la década todo había cambiado: The New York Times eligió primero a Los detectives salvajes (2007) y después (2008) a 2666 como libros del año, con elogios desmedidos del establishment cultural norteamericano. Bolaño creció con tanta rapidez que ya nadie recuerda que hubo un momento en que los editores dudaban de si valía la pena traducirlo. Hoy, a diez años de su muerte, está en todas partes.

La construcción del mito ha sido tan feroz a lo largo de estos años que ha terminado por saturar a muchos: después de tanto culto hay autores de las nuevas generaciones que pregonan la necesidad de buscar influencias tutelares en otras partes y han aparecido los críticos –sobre todo fuera del mundo cultural hispanoamericano– que se han preguntado si era necesaria la publicación de obras póstumas menores (en The New Republic, Sam Carter ha escrito que esas obras hacen que su legado se resienta y su reputación disminuya). Aun así, son más quienes lo defienden ciegamente y consideran intocable cada uno de sus párrafos y su actitud ante la vida: no faltan los adolescentes que han llegado a la literatura a partir de la visión romántica de Bolaño, y pululan los que, sin tener la obra (ni el humor ácido) del chileno, usan sus declaraciones como máquinas textuales de guerra y se la pasan disparando a sus contemporáneos.

Resulta irónico que alguien tan conflictuado en su relación con el mercado se haya convertido en parte clave de aquello que detestaba. Bolaño hubiera sido el primero en indisponerse ante el culto a la personalidad desarrollado en torno de él. La mitificación es buena para la plaza pública pero no contribuye a mantener una obra vigente. Hay que ver cómo llevar las formas narrativas, el lenguaje y la temática de Bolaño a otros espacios, propiciar lecturas capaces de disentir sin por ello dejar de reconocer los grandes logros de un escritor necesario. Más que seguidores incondicionales o detractores absolutos, lo que se necesita son escritores, críticos y lectores capaces de enfrentarse a la obra de Bolaño con el mismo rigor que él exhibía en sus lecturas.

El efecto Bolaño ha producido curiosidad en otros continentes por ver qué hay después de él en la literatura latinoamericana. Pero no nos engañemos: el verdadero beneficiario de ese efecto es el mismo Bolaño. A la manera de lo que ocurrió un par de décadas atrás con García Márquez y el realismo mágico, sobre todo de cara a otras lenguas, hay un proceso reduccionista que termina por hacer que la literatura latinoamericana sea hoy (casi) sólo Bolaño. Podemos quejarnos, pero es lo que hay. De modo que, hasta que pase ese proceso, celebremos que el autor chileno sea tan central y aprovechemos para leerlo con un poco más de distancia crítica.

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