› Por Eduardo Varas
Los escritores suelen ser aburridos, excepto cuando entienden que se van a morir. O cuando los atropellan y los dejan medio muertos en la carretera. Algo se detona en ese momento de golpe de mortalidad, una suerte de instinto de supervivencia que los hace correr más rápido de lo que va el minutero en el reloj pulsera que llevan. Y en esa carrera importa la obra, no en el mito (que no sirve para nada). El escritor enfermo es el escritor que me interesa. Y por eso no puedo mirar de otra manera a Bolaño, el compañero enfermo que se sacrificó por nosotros, escribiendo no para vencer algo en particular, sino por la necesidad de tener una nueva oración después de la anterior.
El interés por Bolaño me llegó después de su muerte, cuando ya había leído mucho de su obra, cuando ya había hablado con el escritor ecuatoriano en el que él se basó para escribir al Vargas Pardo de “Los detectives salvajes” (“Habló mal de mí en su libro. No sé por qué”, me llegó a decir), cuando ya me habían regalado un ejemplar de “Muchachos desnudos bajo el arcoiris de fuego”, esa antología poética infrarrealista que es mi libro más preciado. El interés me llegó en una sala general de un hospital en Guayaquil, donde debí pasar cierto tiempo para hacerme una intervención/examen, para saber por qué se me había formado un coágulo en una vena o si tenía otros. Había pasado a duras penas de los 30 años cuando mi pie se puso negro. Había leído mucho a Bolaño. Había tenido la certeza de que estaba ante alguien que escribió buenos libros.
Pero estaba a punto de aprender la lección.
Acostado, mientras escuchaba a alguien quejarse de dolor con el lamento de un contrabajo, pensé en mí y pensé en Bolaño. Pensé: “Follar es lo único que desean los que van a morir”. Recordé ese ensayo de la literatura + enfermedad = enfermedad, sobre lo que él escribió acerca de las visitas al médico, acerca del carácter épico que hay detrás de estar enfermo (hasta atarse los zapatos significa cruzar el Sahara), acerca del “maricón de Apolo”, que en un momento así ya no importaba. Recordé también a Susan Sarandon y a Sean Penn, como lo hizo Bolaño, porque él, Penn, que hacía de alguien que estaba en el corredor de la muerte de una prisión, quería follar. Sentir algo más que no sea tu pie desprendiéndose. Hay un juego de evasión que acompaña al acto de la literatura, al acto de follar, que son casi el mismo. Una evasión que no disminuye, sino que eleva la experiencia. Estaba ahí, temblando de miedo, sintiendo esa mortalidad de golpe, y entendí que esa carrera contra el tiempo era posible y al mismo tiempo estaba perdida. Alguien más la había corrido por mí, y ese alguien ya estaba muerto y había escrito algo que en ese instante era salvavidas. El triunfo está en esa mortalidad de tomar pastillas todos los días de tu vida para conseguir otra oración.
En una sala de hospital entendí esa grandeza de Bolaño de la que todos hablan, alejado de los libros, mientras pensaba en follar.
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