Dom 11.08.2013
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El libro de los hechos condenados

› Por Álvaro Bisama

En 1974, Lonko Kilapán (1909) publicó un libro llamado El origen griego de los araucanos. Kilapán era profesor de arte en un liceo de Talca. Su nombre original era César Navarrete y en algún momento de los setenta abandonó el sur de Chile y se cambió legalmente el nombre por el de Kilapán, que había pertenecido a un cacique mapuche del siglo XIX. Vistas desde ahora, sus teorías componen una rareza bibliográfica más de la dictadura chilena e incluyen telepatía, tecnología perdida, relaciones entre nuestros indígenas con Grecia y la Atlántida, el mapudungun como una antigua lengua indoeuropea y una genealogía que llevaba de los príncipes araucanos al libertador independentista Bernardo O’Higgins y a él mismo. Como Charles Fort (con quien guarda no pocas similitudes: el chileno fue presidente de un tal Instituto Araucano de Parapsicología) su método consiste en la perversión del archivo y en una manipulación tan candorosa como fraudulenta del documento y la suposición de una explicación secreta para la nación, la raza y el territorio.

Es imposible no recordar a Kilapán ahora, a diez años de la muerte de Roberto Bolaño. Uno de los momentos más inquietantes de 2666 es cuando la segunda sección del libro describe cómo Oscar Amalfitano (chileno, profesor de filosofía y exiliado) pierde la razón en Santa Teresa, esa versión ficticia de Ciudad Juárez. Ese proceso es descrito en detalle. Hay ahí cierta tensión; la diáspora de Amalfitano se escurre en medio de gestos que lo sacan de sí, acosado por la cercanía de los crímenes de mujeres, un ready-made de Duchamp y las lecturas que lo traen de vuelta al paisaje del país que dejó. Ahí, Amalfitano lee a Kilapán con una sorna que se transforma luego en miedo y sospecha, pues éste “bien podía ser un nom de plume de Pinochet”. Ahora, ¿por qué a Bolaño le interesaba Kilapán? Por un lado, porque se parecía a sus personajes, a esos intelectuales pervertidos por su obsesión que llenan las páginas de La literatura nazi en América, por ejemplo. Por otro, porque como Alfonso Reyes, Octavio Paz, o él mismo, Kilapán está en busca de una tradición literaria o cultural a la que abrazar. Pero esa tradición es un país falso hecho de retazos, una lengua quebrada, marcada por el deseo irresoluto de una pertenencia a un país, a un continente, a un canon.

Para terminar: Lonko Kilapán murió en enero del año 2003, seis meses antes que Bolaño. La historia de Chile se le había vuelto un apéndice de su propia biografía: en los últimos años de su vida, transformó su casa del centro de Santiago en un museo privado. Ahora que Bolaño es el último mito y está canonizado hasta la coronilla, tiene sentido recordar lo precario de los materiales con los que trabajó y lo frágil de ese imaginario que, por momentos, se ha vuelto un cliché. Quizás ahí está lo que olvidamos de su obra y la explicación de por qué ha sobrevivido con una salud envidiable hasta hoy. Gracias a esa cuantificación exacta del delirio y del fracaso, la literatura de Bolaño –como la de Kilapán– es un arte de lo nimio y lo invisible, un libro de hechos condenados. Ahí los escritores bien pueden ser monstruos y la tradición sólo puede leerse como un museo personal de objetos deformes, violentos, enfermos y casi siempre cercanos.

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