› Por Efraim Medina Reyes
Como en cualquier otro ámbito de la vida, y cierta literatura aún hace parte de ésta, las etiquetas y los eslóganes son el modo más sencillo de aceptar o despreciar un producto, de elevarlo a modelo y ejemplo de rigor y excelencia o degradarlo usando, en uno y otro caso, todo el arsenal de adjetivos que se tenga a disposición. Roberto Bolaño, por fortuna, es un buen escritor y, por inmanencia, un subproducto intelectual con etiqueta y eslogan. Es un deleite para quienes amamos las carreras de fondo y un flamante artefacto para el viejo negocio de las reseñas, las conferencias, los “estudios críticos” y esas criaturas abigarradas que se pudren dictando clases mientras suspiran por otro destino o al menos una pensión. Mi opinión o mi versión es que Bolaño no sólo tenía una evidente vocación narrativa, sino que pretendía ser escritor y que concebía esto en el sentido más clásico, ingenuo y tierno posible. Y también en el más honesto. Y en parte lo logró, su talento es innegable y creo que ha vislumbrado su póstuma celebridad, pero ya sabemos que la literatura es un oficio marginal y en esto quizá resida su dignidad y belleza. Hay mucho de esto, dignidad y belleza, en las páginas de Bolaño y, por supuesto, está su muerte, que para efectos de consagración y enemistades es más fácil de llevar. Empecé a leerlo a fines del siglo pasado y aún no he perdido la costumbre, me gusta su obstinada prosa, su habilidad para darle carácter a lo previsible y densidad a lo superfluo. Leerlo, al menos en mi caso, es un puro ejercicio de lectura, puedo estar allí horas recorriendo sus disquisiciones y sus tramas. También me divierte leer sobre él y me divierte aún más la fila de escritores, subescritores, comentaristas y demás esperpentos que exhiben sus banderitas de Roberto Bolaño como si temieran ser confundidos con quienes son indiferentes a su efecto. No sé si existen libros imprescindibles o si todos aquellos que le caen bien a uno lo son, a mí algunos libros de Bolaño me han caído muy bien e incluso he violado dos veces mi código ético de no regalar nunca a una mujer cosas tan íntimas como libros, música o toallas higiénicas, por culpa de Los detectives salvajes. Una de ellas, para más señas estudiante de Filosofía y Letras, me llamó a las pocas semanas para devolverme el libro porque no entraba en su “idea de literatura” y yo le respondí que tener una “idea de literatura” era casi tan imbécil como devolver aquel libro y ella replicó que me dejaría el libro en la recepción de su edificio. Nunca pasé a recogerlo, y ahora me pregunto qué habrá sido del libro, dudo de que esa chica haya cambiado de idea, la gente que tiene una “idea de literatura” es poco flexible. Tampoco sé qué habrá sido de ella, probablemente dirija cursos de escritura creativa o cualquier otra actividad cosmética por el estilo, y Los detectives salvajes sea ahora su tema favorito porque a diez años de su muerte el “complejo Bolaño” –y no me refiero con esto a la estructura de sus obras, que son agradables y sencillas de abordar, sino al uso académico de su legado– sigue creciendo. Ojalá en esa misma proporción crezca el número de sus lectores no “acomplejados”, porque de verdad sus textos valen la pena.
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